Por Mónica Teresa Müller

Primera parte- Inicio

Abrió la puerta. El olor a la humedad de la casa le produjo una sensación de agobio. Una sombra luminosa se incluyó en la oscuridad del lugar. Trató de serenar la inquietud que le provocaba pensar en Malena. Quizá estaba en el dormitorio. No supo la causa, pero frenó el deseo de llamarla. “No, que sea una sorpresa”, pensó.

El barrio dejaba que todo sucediera. El barrio construido sobre el relleno del bañado, el que estaba limitado por calles de tierra y escondites de baldíos circundantes.
Se lo había jurado a su casi hermano. Al que fuera el muchacho de la esquina, el vendedor de porros. El chico de pelo enrulado de sonrisa fanfarrona, enamorado y sin nada bueno para ofrecer.
— La quiero viejo.
Lo había confesado aquella noche en la que las copas del tinto, mezcladas con el polvo mágico, le dieran la fuerza para decir lo que ocultaba.
— Sí, pero no vas a lograr que te dé bola, la piba no es boluda.
— Sinceridad ante todo ¿no, Moncho?
La mirada fija manejada por la negrura de los ojos, le había expresado el resto de las palabras calladas. Lo había comenzado a admirar por eso. Podía estar re pasado, pero coordinaba los pensamientos de forma incomprensible.
Los días pasaron. Los años de mala vida quedaron en el tiempo y su amigo, el casi hermano, se había esforzado para dar luz a la penumbra y amar a la madre de su hija.
— Viejo, queremos que seas el padrino de la nena.
La noticia lo llenó de orgullo Quizá no fuera de macho lagrimear, pero la sensación le había perforado los sentimientos. Él era de los hombres resistentes a formar una familia, a ser padre. “Curioso”, se dijo. Entonces, el acontecimiento alimentó y fortaleció la amistad.
Por su parte se había salvado del dedo que marcaba a los del barrio. Había evitado ser parte de aquél linaje de escapadas nocturnas acostumbradas a las cosas de lo ajeno, no involucrarse con asuntos que, desde joven, no le habían agradado.
Que su amigo se recuperara, fue un bálsamo. A pesar de todo, siempre estaban entrelazadas las vidas de ambos, quizá por las directivas que el destino determina, los caminos que se cruzan y los afectos que marcan a fuego.
Cuando tomó la determinación de buscar otro rumbo, se lo confió al que además de casi hermano era su compadre
— Moncho, cuídate hermano. No dejes de avisarnos cuando llegues. Y ojo con las minas. Buscate alguna polenta, polenta y haceme tío.
Se abrazaron en el Aeropuerto de Ezeiza. No hubo diferencias entre su esbeltez y la poca estatura del amigo porque la reciprocidad de afecto, los igualaba. Su casi hermano, la mujer que lo salvara de la catástrofe y Malena con sus diez años significaban una parte de sus entrañas.
— Chau, padri, te quiero mucho, volvé pronto.
Se dio vuelta para que quedaran sus figuras en el marco justo que ameritan las despedidas. La niña envuelta en la frescura de su manito alzada, erguida en la delgadez ganada en los juegos incautos de las tardes, selló el adiós.
España había sido su meta. Un trabajo conseguido con esfuerzo. Nada importante, pero suficiente para ahorrar y regresar al punto desde donde había partido.
Deseaba regresar, pero jamás hubiera pensado que su casi hermano se despediría, en vez de recibirlo con la alegría con que decía lo aguardaba.

Ocho años no representan una vida, pero sí pueden preparar una vida para morir.
Cuando ingresó al Hospital, tuvo un presentimiento. El sol que alumbraba los amplios corredores y pintaba de un brillo dorado los cerámicos de las paredes, escondió la ilusión. Los nubarrones acompañaron la silueta de Moncho. Su sombra oscureció las baldosas sudorosas y dejó en cada puerta, el paso de una visita. Cuando entró a la habitación en la que estaba internado su compadre, la sombra cubrió la cama como si la premonición tomara cuerpo y se hiciera dueña del enfermo.
— Moncho…- la voz de la mujer, era un suspiro- viniste…-un doliente suspiro.
— Querida amiga, cómo no hacerlo. No pude viajar antes porque no conseguí pasaje.
Estaban unidos por un abrazo fraterno. Los gestos indicaban en silencio lo que no decían.
— ¿Cómo está?-susurró cerca del oído de la mujer.
— Mal…en las últimas.
Las sábanas blancas se mantenían quietas, incluidas quizá en la quietud de las despedidas y se hacían uno con el rostro del hombre.
Apoyó una mano sobre la cama y lo acarició con ternura. “Hermano querido, que mierda es la vida”, pensó y hubiera querido gritarlo. “Carajo, la despilfarraste. Perdiste tiempo en la joda”.
Se arrodilló, le agarró fuerte una mano y sintió que la de él respondía sin fuerza. Balbuceó algo que primero no entendió, pero el casi hermano repitió tantas veces, hasta dejar de palpitar.
— No le permitas nada a ese hijo de puta…-. y se lo había jurado.
.
— Malena se enamoró de quien no debe…- La mujer miró para arriba como buscando la presencia del que había partido- creo que fue una de las causas por las que tu hermano del alma, se enfermó.
— Debe ser muy mal tipo- contestó Moncho, en un interrogante.
— Sí, amigo de las esquinas y de nada bueno. Nadie lo culpa y tampoco encuentran pistas, pero se habla de las maldades que hace.
— ¿Malena, lo sabe?
— Sí. Se lo dijimos siempre, pero dice que son mentiras. Antes de perderla, dejamos que fuera con él.
La madre lloraba. El desconsuelo mediaba con el dolor para turnarse y golpear la huesuda presencia de una madre en pena, vestida sin siquiera con una ilusión.
— Le alquiló una pocilga en el barrio del medio. Yo se que la engaña y no puedo descubrirlo…- el tono de voz fue bajando hasta dejar el suspiro de la última palabra.- Malena me dio la llave de la casa, aunque sabía que con el padre enfermo, no podía ir. Ahora que el ya no está, tengo miedo.
— Dámela.

Mientras Moncho caminaba, el sí de la promesa golpeaba la tierra de los pasajes del barrio. Le pareció que su casi hermano le comentaba al oído: “Es una niña. No permitas que se la lleve ese hijo de puta”.