Jorge Esqueda

La salida de Raúl Castro del Partido Comunista de Cuba (PCC) confirma que la isla del Caribe está en etapa plena de institucionalidad política, pero no significa necesariamente que vayan a registrarse cambios, como se ha querido ver, por más necesarios que sean.
La salida de Raúl termina prácticamente con 62 años de manejo por los hermanos Castro del destino cubano, lo que incluye todo, no solo la política. Esta frase sin embargo es pálida para retratar la realidad de un país que construyó y defiende un modelo pero que es retado por segmentos de su población adulta joven, al mismo tiempo que sigue lidiando con el bloqueo económico estadunidense que, al mismo tiempo, mina sus posibilidades de desarrollo pero le ayuda a seguir existiendo, pues sirve para justificar las carencias.

En esas poco más de seis décadas, Raúl estuvo en el primer plano solo desde 2008, cuando el líder indiscutible de la Revolución Cubana, Fidel, dejó el poder pero siguió atento al curso isleño.

En poco menos de 13 años, Raúl no solo llegó a los 89 años de edad, sino aprovechó el tiempo para renovar al liderazgo, como puede verse en el nombramiento de los nuevos miembros del Politburó del PCC y otras designaciones que han comenzado a darse por parte del nuevo líder de la organización, Miguel Díaz-Canel, quien, por su parte, apenas en abril de 2018, es decir, hace tres años, asumió la presidencia cubana.

No debe pasar desapercibido que la sesión del pasado fin de semana del PCC fue también la última para los llamados “históricos”, los que tomaron el poder junto con Fidel: José Ramón Machado y Ramiro Valdés, más Raúl, además el Politburó recibió a cinco nuevos miembros y su membresía quedó en 14 ya no 17.

Se trató esto último de una remodelación que si bien crea nuevos balances de poder, no destruye los anteriores sino los hace transitar hacia la nueva realidad.
Esta es la institucionalización del sistema político cubano, que enfrenta el reto de entender la realidad de la Cuba del siglo XXI.

La primera demostración de esa institucionalización ocurrió en 2008, cuando salió Fidel sin mayores problemas. En 2018, con el traspaso de la presidencia de Raúl a Díaz-Canel, se vio otra, y ahora ocurre la tercera en trece años.

La demostración de esa institucionalización debe dar fuerza al país antillano para lo que es su principal desafío y que no está en Miami o Washington, sino en sus propias calles, en su población joven y con mayor precisión, en muchos de sus creadores jóvenes.

Que el poder deje de estar encarnado por un solo hombre sin que se generen crisis habla de la existencia de estabilidad, y no debe negarse que es una muestra de madurez política, pues cuando todo gira en torno a una figura, la inestabilidad puede propiciarse en cualquier momento.

Es precisamente esa característica política cubana la que debe ponerse en juego para mantener la estabilidad social, que ahora ve la persistencia del Movimiento San Isidro, integrado por creadores jóvenes que en sus mensajes y protestas reclaman tolerancia hacia otras formas de expresión diferentes a la oficial, una rendija de apertura que es necesaria en la isla.

Si viéramos generacionalmente a Cuba, estaríamos asistiendo a que la generación revolucionaria deja el poder a sus hijos, ya bastante grandes, pues Díaz-Canel tiene 62 años de edad, mientras en las calles los nietos reclaman tolerancia y apertura. Ese símil en la realidad no es tan sencillo, pero ayuda a entender la situación.

De salida: En diciembre de 2019 el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) publicó un estudio con el perfil del migrante de los países del Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras). Una de sus grandes conclusiones es la necesidad de generar “empleos de calidad” para arraigar a quienes ahora migran. No solo, desde luego, pues son atraídos por los familiares que ya están en Estados Unidos, mientras huyen de la persistente violencia.

Cualquier proyecto dirigido a esa población debe considerar lo anterior para evitar el fracaso.
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