Lucía Melgar Palacios
¿Qué significa una estatua en Reforma, ornamentada con “héroes que nos dieron patria” y algún intruso que, según nuevas interpretaciones de la historia, no merece seguir contemplando el paso de los siglos en esa ubicación privilegiada? ¿Qué implica petrificar en una representación “estilizada” a “una mujer indígena” en un país con más de 60 etnias donde la mayoría de la población indígena, en particular las mujeres, vive en condiciones de pobreza que el régimen actual no ha mejorado? ¿Qué busca el gobierno al autorizarse la reescritura de la historia y la conformación de una “nueva memoria”? ¿Será más mexicana, más “pura”, más plural y decolonial? ¿O sólo más acorde con la visión acartonada del país que dicta cada mañana el discurso presidencial?
Dejemos de lado al almirante expulsado de su pedestal, que algún día reinstalarán en algún parque, sin su nombre porque a fin de cuentas representa un pasado hoy repudiado.
Su expulsión del panteón decimonónico forma parte de una reescritura del pasado prehispánico y colonial que transforma “la noche triste” de los ibéricos (aún no españoles) en “victoria” de la resistencia indígena contra ellos. Esta revisión, que pasa por alto el carácter autoritario y violento del imperio azteca y las derrotadas resistencias anteriores de otras etnias que, llegado el momento, se unieron a los hombres barbados y armados que a fuego, sangre y evangelio destruyeron la gran Tenochtitlan y mucho más, no enriquece por desgracia el relato de la historia oficial, sólo nos ofrece otro relato sin matices, de fácil memorización.
Consideremos mejor la transformadora propuesta de dedicarle un monumento a “la mujer indígena”. ¿Con qué intención se va a monumentalizar a esta “mujer indígena”, genérica aunque la llamen Tlalli y se haga con piedra del Popocatépetl? ¿Para celebrar nuestros orígenes mestizos? ¿para rendir culto cívico a la madre tierra? ¿para “dignificar” a las mujeres indígenas? ¿para lavarnos la cara de país que exalta a las grandes culturas prehispánicas mientras explota a sus descendientes? ¿para ser “incluyentes” y no olvidar que, además de los héroes y (ahora) heroínas mestizos, también las mujeres indígenas merecen eternizarse?
Sin duda, como el monumento a la madre y demás estatuas del Paseo y sus aledaños, será producto de su tiempo. ¿Qué tiempo? ¿El siglo XXI de la pluralidad y la diversidad? ¿El de un México desigual y violento que reconoce su urgencia de justicia? ¿El de un país en blanco y negro donde algún heroico tiempo pasado fue mejor y la memoria futura del presente puede moldearse desde la tribuna sexenal?
Si de celebrar la plurietnicidad se trata, ¿por qué imponer una cabeza monumental con rasgos tan “estilizados” que no representan ni a todas ni a ninguna de las etnias del país? Una cabeza y no una figura completa en el país de los cuerpos desmembrados. Una cabeza de “mujer indígena” en un país donde, si la sociedad es culpable de discriminación e indiferencia seculares ante la precariedad de las comunidades indígenas, el gobierno es responsable por acción y omisión de las carencias, despojos, arbitrariedades e injusticias actuales que minan la vida de esas comunidades y de sus niñas y mujeres.
Si ya la representación de un conjunto humano pluriétnico en una escultura figurativa es problemático, resulta paradójico e hipócrita re-conocer a las mujeres indígenas con una representación pétrea, muda e inmóvil, cuando se ignoran desde el poder las voces de mujeres que denuncian el despojo de sus territorios y se dejan impunes los asesinatos de defensoras; cuando se recortan los presupuestos a las Casas de la Mujer Indígena y los refugios; cuando se impone un tren depredador que acabará con el modo de vida de comunidades mayas y de mujeres dedicadas a la apicultura; cuando se desoye a las madres y familias que reclaman justicia para sus hijas asesinadas o sus hijos e hijas desaparecidos, y se tolera la venta de niñas y la trata de personas; cuando se despliega fuerza policiaca excesiva o se erige un muro para blindarse contra los reclamos feministas y se criminaliza la protesta de las mujeres; cuando se juega a apropiarse del “feminismo” como carta de presentación ante el mundo…
Más allá de preguntarse cómo se representa a “una mujer indígena” sin folklorizarla, importa cuestionar si este “re-conocimiento” es lo que las mujeres y niñas indígenas de carne y hueso necesitan; si los recursos públicos, escasos para cultura, restauración y preservación de monumentos, salud y educación, pueden hoy dilapidarse en una petrificación vacía y caprichosa.