Por: Alejandro Ordóñez

Cuatro de la mañana, Dolors, cosa rara, despierta, va al baño, aguardas hasta verla regresar. Oscuridad absoluta no te impide ver el brillo de su sonrisa, escuchas su tono zalamero. ¿No querrías ver un ratito el tenis? En la máuser, tu hora cero son las siete de la mañana, levantarte antes es arriesgarte a pasar el día en calidad de bulto, pero cómo le dices que no a tu prenda amada, tu princesa, la mujer con la que compartes penas y alegrías desde hace un titipuchal de años. Tu buena conciencia te dice: acepta, no seas tonto, no la hagas enojar tan temprano. Ocultas el brutal encabronamiento que te posee y le dices con una pinche vocecita como de muñeco de ventrílocuo, sí cariño. Prendes la tele, Melbourne, Australia, juega un francés de apellido Monfils, excelente, emocionante juego, lo malo es que nos pasó lo que a Joaquín Sabina porque nos dieron las cinco, las seis, las siete y las ocho, match point. Fin de partido, Dulcinea duerme apaciblemente, su rítmica respiración así lo indica, decides no moverte porque si de por sí las mañanas no son lo suyo, ahora con la desvelada, uta mae, la que te espera.

Contra lo imaginado, después de cruenta desmañanada, el matrimonio feliz, la pareja perfecta desayuna en santa paz. ¿En santa paz? Si, quién lo creyera. Las horas transcurren pero en un hogar donde reinan la paz y la concordia parecen minutos. Te metes a bañar, terminas, estás secando tu rotunda humanidad, escuchas un grito de terror. Tu dama, tu bella dama, ¿qué le pasa a tu princesa? Cristo resucitado, que no sea nada grave. La princesa Pirulí pregunta con voz que te hace recordar a las hermanastras de la Cenicienta.

¿Qué todavía no has terminado de bañarte? Clavos de Jesucristo, ¿qué debes decir? ¿Sí, no, en eso estoy? ¡Baja! Escuchas una voz que no admite réplica, pero hasta los caballeros de la mesa redonda necesitan ir vestidos para salvar a sus damas. ¡Urge que bajes! Segunda llamada, te repites en silencio. Más vale que bajes. Pronto, calzones, camisa, pantalones, zapatos sin calcetines, escurriendo agua como perro recién bañado. Voy cariño, voy. Y ahí va el Quijote, escaleras abajo con riesgo de romperse la máuser. Adarga en mano y sin más protección porque no hubo tiempo de tomar su escudo. Llegas a la cocina, preguntas dónde está el dragón. En la lavadora. Y tú, envalentonado, retas a singular combate a tamaña fiera, te encomiendas a San Jorge, escuchas la voz de doña Aldonsa, es un sapo horrible. Tiemblas, Dios bendito. ¿y si es venenoso? Porque en los documentales de National Geographic dicen que de que los hay, los hay.

Levantas la tapa de la lavadora, una garra amenazadora se mueve, luego otra y otra más.

Tres negras garras que son como un presagio de lo que te espera. Cierras la tapa y le dices: mejor sácala tú porque a mí ya me ganó la risa. No, no es cierto, pero de que lo pensaste, lo pensaste. Rápido, -le dices- ya con el valor recuperado. Busca un trapo para atrapar a la fiera, por si las dudas te haces a un lado para que las llamas del dragón no te quemen. Tu princesa regresa con una de las escasas toallas de baño que no están convertidas en una garra. ¿Con esa, preguntas?, pero si es casi nueva. Tiene lo menos cinco años, escuchas una voz semejante a un trueno que saliera del cielo. Por eso, es casi nueva, respondes, sin mucho entusiasmo. Se inicia entonces un profundo diálogo filosófico, ¿toalla o trapeador?, analizan las conveniencias que ofrecen una y otra prenda. Por fin la convences, un trapeador es más manejable. La princesa Caramelo conviene en que tienes la razón y te ofrece el trapeador más nuevo de la casa, todavía sin usar. Estás a punto de rezongar, pero ves la mirada decidida de tu dama, esa por la que te enamoraste de ella y quieres tanto. Aceptas, contrito, el trapo nuevo. Vuelves a abrir la tapa, contemplas las garras negras, las delgadas piernas negras de las que cuelgan, concluyes que es una peligrosa ave carroñera, pero ves a lo lejos la mirada serena, seria, ya medio encabronada de quien ya saben. Y te animas, siempre te ha animado así. Envuelves con el trapeador nuevecito al animalejo, la fiera se mueve, lucha por zafarse pero no te dejas amedrentar.

¿Qué hago con esta fiera?, te preguntas. La Presa Madin, te respondes, el campo que está pegado a la presa, lleno de árboles, te diriges a la calle pero por alguna razón inexplicable la pérfida Ginebra te ha ganado el paso y ya está a media calle, corriendo delante de ti, gritando, llorando, gimiendo, diciendo incoherencias ininteligibles. Los vecinos se asoman discretamente, se preguntarán si no será que le estás dando justa madriza, pero no, te conocen y saben de tus tribulaciones. Para entonces la princesa se ha convertido en la llorona loca y al ver que vas luchando con tu presa, para que no escape, grita, vocifera entre chillidos ¡Ni te me acerques! ¡Ni te me acerques! El respetable público no tiene ya motivo de duda. ¡Se la está madreando bien gacho! Las vecinas te ven con odio, los vecinos con admiración. Uno de ellos voltea a ver que no lo esté mirando su mujer, cierra un ojo y levanta el pulgar en señal de aprobación.

Llegas al césped, empiezas a liberar a la fiera, lo que era una diminuta criatura empieza a expandirse, despliega sus alas negras, delgadas, brillantes, enormes, parecen la tela de un paraguas, te sorprende que esa enorme criatura haya cabido en la palma de tu mano.

Observas sus delgados dientecillos, sus ojos rojos, como inyectados de sangre. ¿De sangre? A su… El bichito abre y cierra el hocico como si a la manera de José Alfredo te dijera: ya no sé si maldecirte o por ti rezar. Te condueles del bichito y te maldices por no haber sido más cuidadoso, porque al baño con detergente y líquidos para lavar con que fue criminalmente rociado, habría que añadir los apretones que le diste. Te preguntas si no será necesario darle respiración de boca a boca, pero en ese momento ves que su pancita se expande y se contrae, respira, te preguntas si el doctor Galicia podrá llevarlo a terapia intensiva pero recuerdas que los hospitales rebozan de covid. Decides dejar solo a Batman para que se reponga de la gritiza, regresas a la Baticueva, la fiel Penélope aguarda en el jardín. Te ordena tirar a la basura el trapeador nuevecito. Tratas de acercarte a ella para consolarla, pero te repudia, vienes inmundo, dirían tus amigos los judíos. La miras esperando un reconocimiento por haber arriesgado tu vida para salvarla, pero en lugar de eso recibes acres reproches y la amenaza de que no volverá a probar alimento en su vida, por el asco que le dio ese animalito que podría ser la mascota de tus queridos Patrick y Troy. José Alfredo Jiménez comprende que no le queda más remedio que emborracharse así que se sirve una generosa copa de tequila y una cervecita fría. A lo lejos, como dijera Pablo Neruda, alguien llora, Nosotros los de entonces ya no somos los mismos. Chin.

De pronto irrumpe en la sala una mujer bragada, sólo le faltan las espuelas, te ve con desprecio y exige su tequila y pide su canción. Órale. Una cervecita es capaz de tranquilizar a una fiera. El Rey Arturo pregunta si no habrá alguna recompensa, un reconocimiento por su valor indómito pero Ginebra contesta enfadada: ¡Ay mira!, si no hubieras estado aquí habría pagado cien pesos y lo habrían sacado. José Alfredo se sirve otro tequila y a punto de llorar canta: ando borracho, ando tomando porque el destino cambió mi suerte… Hora de la comida, se declara una tregua, un armisticio. No llegas al postre, te quedas dormido en la silla. Tienes pesadillas, sueñas que el contacto con el coleóptero te contaminó y te has convertido en vampiro, cabeceas, estas a punto de caer, un grito imperativo te despierta, vete a dormir al cuarto. Te levantas pero en vez de obedecer te diriges a la reja.

La madrasta de Blancanieves protesta, no me digas que vas a ir a ver al murciélago. Llegas adonde lo dejaste, no está, se fue, voló, vive, Batman vive, perdura la leyenda, ¡Bendito Dios!