Cecilia Lavalle
Cuando llegó me dijo: “Ahora yo voy a ser tu hija”. Y yo me reí, más por no saber qué decir que porque me causara gracia. ¿Yo, ser la mamá de mi mamá?
Mi madre vino a visitarnos. Desde que murió mi padre (hace 12 años), ella no había venido. Así que cuando manifestó interés por venir nos organizamos para recibirla. Y eso incluyó poner pasamanos en el baño, librar de obstáculos el cuarto donde la alojaríamos y poner televisión “en la que se viera TV Azteca” (pueden imaginar mi cara). De hecho, esa fue la única condición para venir. Ni los pasamanos ni espacio en el closet ni librarla de obstáculos: solo TV Azteca.
Como no era cosa de ponérsela difícil, su petición fue atendida como se atienden las excentricidades de cualquier artista cinco estrellas.
Y cuando puso un pie en mi casa dijo eso: “Ahora yo voy a ser tu hija”.
Pensándolo bien, a lo mejor me reí porque eso de ser madre se me dio a duras penas (literalmente). Con Alex en especial. Claro, fue el primero y yo no estaba preparada en absoluto (¿alguien lo está?). Con Talía fue más fácil, pero realmente ella lo hizo casi todo con su dulzura y determinación que trajo repartidas en cantidades iguales.
Ya en su juventud, la verdad es que gocé mucho ser madre. Pero a esa edad, la verdad es que ya no se es madre, madre. Más bien, una pasa a ocupar un puesto de asesoría en el que, como suele suceder con ese cargo, a veces te preguntan, otras te ignoran y si opinas te miran con cierta indulgencia o enojo –según sea el caso y el humor– y un gesto inconfundible que manda el mensaje: nadie te preguntó.
Así que eso de ser madre de mi madre ni siquiera se había cruzado por mi cabeza.
También he de agregar que yo pertenezco a una generación en la que muchas tuvimos que ser nuestras propias madres. No porque no tuviéramos una, sino porque no tenían respuestas a nuestras preguntas. Pertenezco a una generación de mujeres que rompió con muchos moldes tradicionales. Brecha generacional, pues.
Pero ha llegado el tiempo en que ella supone que es hora de colocarse suavemente sobre mi ala protectora.
Pero no es así. No aún. Mi madre siempre ha sido una mujer inteligente, fuerte e independiente, más de lo que en realidad ella cree.
Baste saber que a sus 80 años tuvo la osadía de vivir por primera vez sola. Porque, claro, como dictaban los cánones de la época, vivió bajo la tutela de mi abuela hasta que se casó y pasó a la tutela de mi padre. Y cuando él murió, después de 50 años de matrimonio, vivió por temporadas con mis otros hermanos, hasta que dijo: “Quiero mi casa”. Y más tardó en decirlo que en buscar, rentar y decorar su casa a su entero gusto y placer. Y ahí vive, sola, muy a gusto. Y además, por puro gusto, trabaja medio tiempo en la empresa de una de mis sobrinas.
¿Y esa mujer que ahora que tiene 84 años, camina con dificultad, sabe de memoria los impronunciables nombres de medicamentos que toma, juega cartas con singular alegría y habilidad, supone que ya debe colocarse bajo mi ala?
Simplemente no pude mirarla como a una hija (ni cuando le dio COVID). Lo cual fue una maravilla, porque tuve dos meses para conocer mejor a una mujer que, como yo, hizo y hace lo mejor que puede con lo que tuvo y tiene. Su visita fue un gran regalo de la vida.
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