Por: Erika Paola Rosas Bravo
Para quienes me conocen, saben que tengo una hija adorable a punto de cumplir cuatro años, una niña hiperactiva, que a pesar de las circunstancias que ha vivido a causa de la propia pandemia por COVI-19 es sumamente sociable en su entorno y definitivamente no puedo omitir decir lo mucho que me impresiona la manera de interactuar y expresarte con los demás.
Y como toda menor es curiosa, libre en la toma de decisiones y no mide el riesgo de nada; así que es absolutamente intrépida, en esta parte hago un paréntesis y me pregunto ¿en qué momento de nuestras vidas dejamos de ser niñas o niños? Hace un par de semanas hemos visitado algunos lugares que ofrecen entrenamiento y desafíos para chicos y grandes, por su edad debe entrar acompañada por un mayor, que es donde hago mi entrada triunfal yo y me doy cuenta de mi nula condición; además de percatarme que esos juegos que del otro lado se ven muy fáciles, en realidad no los son.
Cuando uno va creciendo y cumple la mayoría de edad, “nos ocupamos de cosas más importantes” y con ello se extingue la necesidad del juego extremo. Olvidamos esa parte de nuestro espíritu lúdico que aprendimos durante los primeros años, en los cuales una raspadura de rodilla era solo eso, nada que no se pudiera remediar con un poco de saliva; ahora los grandes factores que se interponen en esta dinámica es la falta de tiempo y sobre todo el miedo al ridículo, pero cuando tienes a una pequeña, tenemos que recordar esa parte de nuestras vidas; ya que somos ese gran ejemplo de valentía no podemos quedarnos cruzadas de brazos y solo decir cómo hacerlo.
Los griegos, por ejemplo, le daban mucha importancia al juego y entre el gran legado que nos dejaron fueron los “Juegos Olímpicos”, distinguían entre Cronos y Kairós; el primero, representa al tiempo que se va consumiendo y es lineal, mientras que el segundo es el tiempo de lo oportuno, de esta manera el juego es una forma de recuperar el Kairós para nuestra vida.
Así que hay que divertirnos y no tengamos miedo de aventarnos de esa inmensa resbaladilla sin cerrar los ojos, con lo que respecta a mí, disfrutaré del día a día que me da Aranza, de su seguridad y de su gusto por usar vestidos, para ella no existe la palabra miedo porque no le importa levantarse a cantar y hacer ademanes con las manos en medio de un gran auditorio.
Por hoy me despido con la siguiente frase de Pablo Neruda: «El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta».
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