Por Lucía Melgar Palacios
El 22 de agosto de 1998, Elena Garro murió en Cuernavaca. Con su muerte —y antes la de Octavio Paz— se fue cerrando un periodo de lecturas centradas más en su vida que en su obra y cobró más importancia la revaloración de esta. En 2016, centenario de su nacimiento, reediciones y relecturas de sus novelas, cuentos, obras de teatro y memorias les dieron nueva vitalidad. No es que la obra no pueda valorarse en vida de quien escribe ni mucho menos, pero en el caso de Garro, todavía en los años 90, sus conflictos personales y posturas políticas anteriores atraían más a menudo la atención mediática que sus publicaciones, muchas —entonces— casi inencontrables.
A la distancia, su legado es una obra multifacética, vigente por la maestría de su escritura y su rica imaginación y, también, por los conflictos y experiencias configurados en sus páginas que siguen resonando en un México y un mundo atravesados de violencia.
La obra de Garro no se centra solo en la violencia, pero esta atraviesa su narrativa y dramaturgia como un hilo que enlaza los paisajes de Ixtepec o la Ciudad de México con barrios neoyorquinos y europeos donde transcurre la vida de personajes enfrentados a turbulencias políticas, atrapados en relaciones opresivas o expulsados a los márgenes de la sociedad.
Si en Los recuerdos del porvenir las pugnas políticas, la desunión social e incapacidad de acción concertada apagan la ilusión y clausuran la posibilidad de futuro, en Testimonios sobre Mariana o Reencuentro de personajes el peso del machismo, la violencia de pareja y carencia de autonomía congelan a las protagonistas en el marasmo del desamor, el maltrato y miedo. En Inés y en los cuentos de Andamos huyendo Lola aparecen, por otra parte, seres sacudidos en la turbulencia del mundo: exiliados, desplazados y desposeídos, desprovistos de protección, expuestos a la miseria y crueldad humana.
A la vez que el sentido de estas y otras historias ficticias se actualiza en el presente de personas reales que viven o sobreviven pese a discriminaciones, desigualdades y manifestaciones cotidianas y extremas de violencia, perdura la riqueza de una escritura que contrasta el potencial humano de felicidad con la fatalidad aparente de la violencia y el predominio del afán de dominación.
Perdura también la crítica de Garro a la falsa modernidad de un país donde se abusa del poder, donde “la Constitución es un mono pintado en la pared”, donde las mayúsculas de palabras como “Patria” o “Revolución” forman parte de una historia oficial, un discurso oficial, que encubre la imposición de la voluntad del Jefe (en Felipe Ángeles), el fracaso de las promesas revolucionarias, la represión contra inocentes (Y Matarazo no llamó…); donde la violencia contra mujeres, niñas y niños, indígenas y personas marginadas pasa desapercibida o se tolera como acontecer cotidiano.
El atractivo y la importancia de la obra de Garro, sin embargo, no proviene solo de su lúcida visión de importantes tendencias y rasgos del siglo XX o de su percepción de la dinámica de la violencia, configurada como maquinaria destructiva. La poesía de muchos de los mejores pasajes de sus novelas y obras de teatro —obscuros o luminosos— añade a la densidad de la atmósfera, apela a los sentidos, no únicamente a la razón.
La belleza de un paisaje, el silencio en el tiempo detenido, la magia de la palabra que transforma o condena, el poder de la palabra que rompe con la mentira (verdad o denuncia), la imaginación que amplía un horizonte cercado o la memoria que guarda las historias de seres y pueblos acallados o desaparecidos trascienden la mediocridad de un mundo de sombras.
Como en la piedra de Ixtepec, en la obra de Elena Garro perviven, como promesa o inspiración, el poder de la imaginación, la memoria y la palabra lúcida y creativa.