Por: Alejandro Ordóñez

A la memoria de mi gran amigo, Julio César de la Orta C.

La primera vez que estuve ahí era un adolescente, mi guía de patrulla lo decidió. Es un lago enorme, hermoso, ideal para un campamento de semana santa, dijo. Los Jesuitas tienen una casa de retiro en el pueblo y mi hermano ocupa un cargo en La Orden, nos prestarán una canoa para hacer la travesía al otro lado del lago, remaremos tres horas en vez de caminar ocho; abundan riscos que podremos escalar, hacer rapel y acampar entre tupidos bosques.

Por eso cuando mis amigos preguntaron qué hacer esa semana santa, no dudé.

Llegaríamos a la vieja cabaña familiar que tenemos en el pueblo, dejaríamos la camioneta y usaríamos la canoa de mi padre donde cabríamos las tres parejas, vituallas y equipo necesarios. Algo que nos preocupaba era la ola delictiva que azotaba el lugar y la posibilidad de encontrarnos con el narco; aunque estaríamos en una zona donde ellos no operan, no dejaba de dar miedo.

Dormimos en la cabaña y al otro día emprendimos la aventura. Oscurecía cuando quedó instalado el campamento: la tienda de campaña camuflada entre la espesura recordaba la guerra de Vietnam. A unos metros la canoa cubierta de hojarasca pasaba desapercibida. Al día siguiente partimos temprano, caminamos hasta el pie de la cascada. Tras dos horas de ascenso (entre fisuras y grietas) conquistamos la pared y contemplamos desde arriba la espectacular caída de agua. Seguimos adelante porque queríamos llegar a la zona de riscos donde abundan las rutas grado C4, de dificultad máxima -a decir de los que afirman saber y han hecho de la escalada en roca un acto circense-, así como cantidad de cuevas. Me fascinaba una de ellas, a la que llamamos “Cueva del Tigre” porque ahí hallamos excremento de puma, pero el atractivo principal era una a la que bautizamos como “La cueva de los halcones” cuya boca se encontraba a medio risco, a unos veinte metros de altura y desde la que se dominaba el paisaje, aunque su vía de acceso era una temeridad.

Pernoctamos en Cueva del tigre. Limpiamos el lugar y nos fuimos temprano a la conquista del risco de La cueva de los halcones. Oscurecía cuando llegamos ahí; exhaustos admirábamos el paisaje. Una bota cargada con vino tinto circulaba de mano en mano y de boca en boca. De pronto vimos a lo lejos dos columnas de polvo que se acercaban por una brecha desconocida. Los binoculares lo confirmaron: eran dos camionetas todo terreno.

Pararon a orilla de las rocas, bajaron cuatro hombres, uno de ellos con uniforme de la policía municipal (era el comandante). Los tipos exploraron la cueva y las inmediaciones, volvieron sin novedad. Nosotros -por precaución- contemplamos todo desde las alturas, sin dejarnos ver. Sacaron de los vehículos a un señor y a dos jovencitas, venían amarrados y con los ojos vendados. Entre empujones y groserías los llevaron a La cueva del tigre.
Comprendimos que se trataba de un secuestro. Por precaución guardamos silencio y en la penumbra nos acomodamos para mal dormir. Al otro día orinaron debajo del risco.

Discutían. Sería mejor matarlos, decía uno, es más humano. No, contestó el comandante, los casquillos conducirían hacia las armas y darían con nosotros. La muerte por hambre y sed no es dolorosa, si tienen suerte capaz que se los comen antes los pumas. Y el imbécil reía como si fuera un chiste. Las nubes de polvo que desprendían sus vehículos se perdieron en el horizonte, decidimos bajar al rescate. Para tranquilizarlos les quitamos primero las vendas de los ojos, lloraron al vernos, se agitaron, suplicaron piedad, en silencio, pues tenían la boca cubierta con cinta canela. Pensaban que los mataríamos. Los liberamos, repetimos una y otra vez que íbamos a salvarlos, les dimos agua y alimento.

Contaron su tragedia: los interceptaron en la carretera, conocían todos sus datos y referencias, los subieron a una patrulla, los escucharon decir que pedirían rescate y a ellos los abandonarían en una cueva, donde morirían de hambre o de frío. Alguien la descubrió, estaba entre dos rocas. La abrimos con miedo, era la cartera del jefe de policía, lo reconocimos por la foto de la credencial. Regresarían, no podían correr el riesgo de ser descubiertos por ella. Qué hacer, si intentábamos volver al campamento podrían encontrarnos, pero tampoco era cosa de quedarse ahí. Aprovechando las guías que habíamos dejado, la joven más ágil remontó el risco, desde La ueva de los halcones escudriñó el horizonte. Vio venir a lo lejos las nubecillas de polvo. Lo decidimos, jamás podrían escalar el risco. Con ayuda de las cuerdas y la colaboración del hombre y de sus hijas los izamos, luego trepamos nosotros, quitando cables y guías para no dejar huella.

Minutos después llegaron. Se bajó un tipo, corrió a la cueva, volvió. ¡No hay nadie! ¡No hay nadie!, gritaba asustado, se habrán soltado y huyeron. El jefe maldecía. Se dispersaron buscándolos. Rápido, ordenó el comandante, vete en la patrulla a la cascada, es la única salida, ahí los atraparemos, no pueden ir lejos, son gente de ciudad, caminarán lento y no sabrán orientarse, se perderán en el monte. Tú, le dijo a otro, vete por la cañada que sube a la cascada, ponte listo y si los ves ya sabes… Nosotros buscaremos aquí algún rastro. A media tarde volvieron los de la patrulla. Nada, por ahí no se fueron, la vereda está llena de lodo fresco y no hay pisadas. El jefe tomó su radio. Aquí Apolo, ¿me escucha base? Oye, volaron las palomas, ya sabes su media filiación, monta un operativo a la salida del pueblo, cualquier vehículo que desee pasar deberá ser rigurosamente revisado, no olviden las cajuelas. No, hacia la cascada no huyeron, se internarían en el monte. Peor para ellos, está lleno de serpientes y pumas. Hmmm, de aquí a que aparezcan, sus cuerpos serán huesos dispersos.

Se fueron al oscurecer, las calaveras de sus autos se perdieron en el horizonte.

Descendimos bajo la luz de la luna. Llegamos a la cascada, hicimos rapeles en plena noche y dimos con el campamento cuando amanecía. Con riesgo de volcar subimos los nueve a la canoa. Las campanas de la iglesia llamaban a misa, las calles del pueblo olían a pan, a tierra húmeda y a café. La gente creía que veníamos de una francachela, en la esquina unos policías nos vieron fijamente, se acercaron amenazadores; me puse en guardia.

Comprendí, desnudaban con la mirada a las muchachas. Llegamos a la cabaña. Las chicas fueron por bizcochos y chocolate. Caminé hasta la casa de La Compañía, di el nombre del hermano de mi ex guía de patrulla, quien ya era uno de sus superiores. Me comunicaron con él por un teléfono encriptado. Los sacaremos en la camioneta de La Orden, dijo, no te preocupes. Hay un retén, respondí. Sí, contestó, pero con nosotros no pueden, además irán entre sacos de papas y hortalizas, quédate tranquilo. Metimos el vehículo al patio. La tensión estaba al máximo, lo delataba su palidez y expresión de terror, con voz temblorosa dieron las gracias y abordaron el vehículo. Dos horas después sonó mi celular: escuché una voz beatífica: las ostias llegaron al templo, hermano, un poco estropeadas por tanto bache, pero en buen estado. ¡Que el Señor esté contigo!

Primero escuchamos las voces que salían de las radios de unas patrullas, después los golpes secos de pasos contra el pavimento, gente que corría y rodeaba la cabaña, como si fueran a tomar un enclave enemigo, luego la puerta estalló con un petardo, que nos dejó aturdidos, entraron hombres encapuchados y con armas de alto poder, nos insultaron, a gritos y culatazos nos obligaron a permanecer en el suelo, registraron la cabaña.

Qué pasa, dije, cuando logré sobreponerme a la impresión y al miedo, somos gente de la televisión, estamos preparando un reportaje sobre la violencia en el municipio, la gente del canal sabe que estamos aquí, si no nos reportamos vendrán a buscarnos, no saben el lío en que se han metido, no nos vamos a quedar así, buscaremos al gobernador y si es preciso hasta al mismo presidente; identifíquese, cabrón. Temeroso, el comandante cubrió su gafete. Disculpe la confusión, patrón, buscamos a unos guerrilleros: dos mujeres y un hombre; estamos trabajando por la seguridad del turismo y de la gente, en verdad no pasa nada, fue una confusión, simple revisión de rutina… A ver muchachos regresen lo que no es suyo, vergüenza les había de dar, vámonos. Usted disculpe jefe…