Por Alejandro Ordóñez
A Gandolfo lo amó su pueblo por ser un hombre justo y sabio. Heredó un reino próspero, pero a poco las circunstancias cambiaron y una prolongada sequía provocó una hambruna como no se había visto nunca. Los miserables se multiplicaban: los campesinos no tenían que comer; los gremios prescindían de aprendices y oficiales pues no requerían sus servicios; los mercaderes no vendían sus productos y sólo las bodegas y los silos del rey y de sus nobles estaban llenos. Famélicos, los habitantes, eran presa fácil de enfermedades y epidemias, mientras la corte se dedicaba al ocio y al dispendio. Desesperado, el rey veía cómo se deshacía el país entre sus manos.
Soñó que una muchedumbre hambrienta llegaba al palacio real blandiendo hachas y palos, lo tomaba por asalto y a él lo mataban. Espantado pidió consejo al jefe de la guardia real. Este sugirió duplicar el número de soldados y aumentar sus sueldos y prebendas. El rey pensó que era una buena idea, pero esa noche soñó que el ejército ahogaba a sangre y fuego la revuelta y una vez controlada la situación se levantaba contra él y lo asesinaba. Pidió entonces consejo a su primer ministro quien sugirió utilizar las reservas de víveres del reino para alimentar gratuitamente a los pobres. No le pareció mal, pero esa noche soñó que la gente se negaba a trabajar, ¿para qué? si podía subsistir sin hacerlo; por el contrario, cada día exigía al Estado mayores bienes para su confort hasta hacerlo quebrar, se amotinaba entonces y se hacía del poder.
Mientras los gastos de la corte eran elevados -por los banquetes, bailes y cacerías que tanto gustaban a la nobleza-, los ingresos mermaban pues cada día se recibían menos tributos ya que la actividad económica estaba detenida. Alguien sugirió aumentar los impuestos, pero el rey concluyó que de nada serviría -no se puede exprimir a un muerto-; y, por el contrario, sólo lograría crispar más los enardecidos ánimos de su pueblo. Un día, en una audiencia, un anciano humilde le hizo una propuesta interesante; lo recibió varias veces en privado y una mañana disolvió -podríamos decir- la corte, pues hizo que cada noble regresara a su comarca para poner en práctica sus instrucciones: reducirían los tributos, venderían a precios bajos los alimentos que llenaban sus bodegas y, con cargo a sus tesorerías, contratarían a todo aquél que quisiera trabajar en la construcción de unas enormes y sólidas murallas. Llegaron albañiles, carpinteros, canteros y hasta peones que con sus sueldos volvieron a comprar alimentos y géneros.
Cuando los silos y la hacienda reales no podían estar más pobres, empezó a llover. La gente bailó de júbilo, pero pronto alguien dio la voz de alarma: era común, en aquellas tierras, que a una prolongada sequía siguieran fuertes tormentas que hacían que los ríos se salieran de madre e inundaran las zonas bajas donde estaban las ciudades y las tierras de cultivo. Perderían cosechas, ganado, casas y a poco hasta la vida. Bajó el agua por entre precipicios y cañadas, pero ocurrió entonces que aquellas enormes murallas la contuvieron y la mantuvieron presa. Dejaron de preocuparles las sequías y empezaron a arañar la tierra, hicieron ligeros surcos que pronto fueron zanjas, canales de riego; luego las veredas se hicieron caminos por donde circulaban las carretas cargadas con productos.
Y esos fueron los días del rey Gandolfo y fueron buenos pues comprendió lo poco que valen los bienes del Estado cuando no se utilizan para remediar los males de la gente -no hay que aumentar la miseria del pueblo argumentando razones de Estado-, que nada se compara con la felicidad del pueblo, pero para que ello ocurra, debe haber prosperidad, honestidad, justicia y un poco de imaginación. Cosas de poca monta, según parece…