Por: Alejandro Ordóñez.
Para Andi, mi nieta, mi cómplice, mi amiga…
y para Laura Galicia.
Se aproximaba la hora de la comida y el abuelo no volvía. Entró llamada al celular de mi madre. Contestó. Enmudeció, se puso pálida, buscó un asiento para evitar una caída. Era el propio rector de la universidad quien hablaba para darnos la mala nueva. Había terminado sus clases, se dirigía al estacionamiento, en ese momento se escuchó la alarma sísmica, los estudiantes, maestros y empleados corrieron a refugiarse en los estacionamientos. El caos total. Falsa alarma. Cuando se recuperó la calma, un guardia descubrió que el motor del auto del abuelo estaba en marcha, pero él no se encontraba dentro, ni en los alrededores. Dieron aviso a las salidas del campus para que estuvieran alertas. Revisaron las cámaras de seguridad donde se le ve caminando, distraído, aborda su vehículo, empieza el maremágnum, la gente -corriendo- impide la visibilidad. Por fin vuelven a los salones y oficinas. El oficial se acerca al auto, entra y apaga el motor, se guarda las llaves y da aviso a la comandancia, aparecen patrullas.
Llega mi padre, se entera, da aviso al canciller de la república, íntimo amigo de la familia, quien promete llamar al secretario de seguridad. Avanzan las horas, termina el día, la desesperación crece. No hemos probado bocado, ni quien piense en ello. Las doce de la noche, el reloj de campanario suelta sus graves letanías: diez, once, doce, y cuando esperamos el silencio, las campanas siguen sonando, hasta llegar a veinte. Mi madre se levanta desconcertada, que extraño, dice, este reloj es herencia de mi bisabuela y estoy segura que en más de cien años jamás había ocurrido algo semejante. Mi padre, exasperado, afirma que el abuelo no llegará, hora de ir a dormir a pesar de las protestas de mi madre. Las tres de la mañana, sigo insomne, escucho los suaves trinos del violín del abuelo, que van tomando fuerza. Se abre la puerta de la recámara de mis padres, percibo molestia en el tono de su voz, inusitadamente alto. Qué bueno que haya llegado -escucho- pero no es admisible que después de la tarde que nos ha dado haga ese escándalo a estas horas de la noche, mi madre corre tras él para tratar de evitar un desaguisado, los sigo de acerca. Llegamos a los oscuros aposentos del abuelo. No hay nadie, el violín está en su estuche, en el sitio acostumbrado. Mi padre no se da por vencido, revisa el estudio, el baño, la biblioteca; me mira con aire severo, no es momento para bromas estúpidas, y es que me tiene por excéntrico, frívolo y loco. Yo no fui -contesto-, mi madre solloza, me abraza. El violín abandona el cuarto, horas más tarde saldrá de casa y será llevado a una de nuestras empresas, para evitar otra broma idiota.
A pesar de la pena devoramos el desayuno. Suena el teléfono, es el canciller, vean rápido el noticiero de la televisión. Cuelga. Algo insólito ha ocurrido en al menos cinco ciudades distintas, afirma el locutor. A la media noche, el reloj de campanario de la catedral metropolitana dio veinte campanadas, en lugar de doce; falla mecánica, podríamos pensar, pero qué dirían si les informo que lo mismo ocurrió con el honorable Big Ben londinense, con los de las catedrales de San Patricio de Dublín y de Nueva York, así como con la catedral gótica de Colonia, en Alemania. Pasando a noticias nacionales, anoche, las cámaras de vigilancia de la universidad registraron la presencia de vehículos que llegaron hasta la barda perimetral del campus, descendieron varios fortachones que escalaron con facilidad el elevado muro, se introdujeron en la Facultad de Ciencias y extrajeron las computadoras personales que hallaron en los cubículos; por cierto, corre el rumor de que famoso científico mexicano José Molina Vallarta fue secuestrado cuando salía del recinto universitario. Nos miramos sorprendidos, no imaginábamos que esa misma noche un comando integrado por hombres fuertes, altos, tez blanca y ojos claros, tomaría por asalto la casa; hablaban un español rasposo, con acento ruso preguntaron por el equipo de cómputo del abuelo y aprovecharon para llevarse también, tabletas y laptops.
Los días pasan, las investigaciones avanzan, pero los resultados son nulos. Sin anunciarse, llega el canciller a casa. Algo extraño ocurre, la Universidad de Heidelberg ha reconocido, confidencialmente, el secuestro de uno de sus connotados científicos, el doctor Gustav Hamerlin; la Universidad de Oxford; sí, la de Einstein, reporta la desaparición del doctor Alfred Dillon; y la Universidad de California, en Berkeley, la del doctor James Crown. Esto da qué pensar porque, según el canciller alemán, los cuatro científicos trabajaban en un proyecto que cambiaría muchas cosas del mundo, tal y como lo conocemos ahora; por el peligro que entraña se ha tratado como secreto del más alto nivel, creen que tras este misterio pueda estar una potencia de Europa Oriental o de Asia. Para evitar peligros inimaginables el canciller recomienda guardar absoluto silencio sobre la desaparición del abuelo, cualquier esfuerzo que se haga resultará nulo, si habrá de regresar lo hará solo.
Días después de la irrupción del comando, una empresa de paquetería trajo a casa una computadora científica -de alto rango- para el abuelo, como estaba solo guardé el secreto. Dado que la ausencia puede ser larga me he apoderado de la biblioteca y de su estudio; claro, también de la computadora. Siento que cada día estamos más unidos; por las noches percibo el aroma de su pipa, oigo su tos y sus pisadas yendo de la habitación al estudio o a la biblioteca; a veces llega al cuarto, se sienta al costado y acaricia mi cabello hasta que me duermo.
Por supuesto, los conciertos nocturnos de violín continúan y mi padre me ve cada día con más desconfianza. Una noche, yendo a la biblioteca escuché voces, algunas en alemán y otras en inglés, a la mañana siguiente la computadora seguía prendida y en la pantalla aparecían fórmulas y más fórmulas ininteligibles para mí, las guardé en el disco duro; a partir de esa fecha, cada día aparecen nuevos datos, comprendo que es el abuelo quien me habla, he decidido seguir su ejemplo, seré físico matemático. Debo reconocer que me he vuelto algo estrafalario, parezco ermitaño, paso las horas y los días estudiando las fórmulas de mi viejo y su pandilla; por cierto, una noche escuché que el alemán afirmaba con vehemencia: “no podemos cometer el mismo error de Albert, no podemos dejar una herencia maldita”.
Sí, he cambiado mucho, mis padres están alarmados, no comprenden que puedo sostener largos soliloquios; les escandaliza que olvide bañarme, cambiar de ropa, o que lleve calcetines o zapatos de distinto color. Una noche escuché a mi padre decir que me urgía asistencia psiquiátrica; a ruego de mi mamá acepté dos consultas semanales con diferentes terapeutas, en otra ocasión los oí hablar de mi aguda esquizofrenia y de la urgencia por internarme en un manicomio, mi madre lloraba a toda hora, ante la inminencia de mi reclusión en un pabellón de locos decidí pedir ayuda al director de la facultad, quien les dijo que poseía yo la mente más brillante de la universidad, que no se dejaran llevar por detalles menores; así solía ocurrir, a Einstein más de alguna vez lo juzgaron mal.
Los amigos y la familia me repudian, el único sitio donde me muestran afecto y admiración es en la facultad; inclusive he sido seleccionado, junto con una alemana, una inglesa y un estadounidense para integrar un equipo de élite que se incorporará a un proyecto de altos vuelos, en la universidad de Heidelberg, igual que lo hiciera mi abuelo. Mi madre me informó, confidencialmente, que mi padre ha decidido quitarme la computadora para que no me siga desvelando. Ante el peligro que eso podría representar, dado lo que escuché de las pláticas de mi abuelo, con sus colegas, comprendí el grave riesgo de que ese experimento guardado celosamente cayera en manos de gente indeseable, así que decidí eliminar toda la información que guardaba en la máquina, borré el disco duro y con ello el fruto del trabajo de tantos años de ese grupo de científicos; lo borré no sin pesar, aunque con la satisfacción de haberlo guardado en un sitio adonde nadie podrá llegar. Las fórmulas, procedimientos y conclusiones pertinentes quedaron grabadas en el disco duro de mi cerebro.
Dormía yo profundamente, después de un duro día de trabajo. Mi mente se iluminó de pronto, escuché una voz que me susurraba al oído: peón 4 torre del rey. ¿Peón 4 torre del rey? Pero que idiotez, me dije, una ridiculez de ese tamaño sólo se le ocurriría al abuelo, aunque él siempre prefirió jugar con negras porque, decía, era incapaz de atacar a nadie sin que mediara provocación; prefería defenderse hasta tomar la contraofensiva y aniquilar al enemigo. A partir de esa noche las partidas mentales se han venido repitiendo y claro, como para el abuelo el tiempo es relativo, nos da la madrugada; así que mi eterna distracción y mi aire ausente han terminado por ganarme el repudio total de mi padre.
En cuanto a los conciertos de violín, dado que las cosas son entre mi abuelo y yo, para no exasperar y poner nerviosos a mis padres he comprado unos audífonos espectaculares, con los que sólo yo puedo escucharlos, pero cuando mi progenitor me harta, los desconecto y entonces la casa se inunda con los acordes del concierto en re menor, de Jean Sibelius.
Entre plática y plática nos gana la madrugada, si algún día desean jugar una partida de ajedrez conmigo, bastará con que sintonicen la frecuencia de mi mente, al fin que ya conocen la regla de oro, del juego:
¡Abren blancas!