Por Mónica Teresa Müller

El potrero era el mismo en el que había jugado algún groso del barrio; decían que aquél campeón del Mundial Juvenil del 79, Diego Maradona, un sábado, allá por los sesenta y tantos, formó parte del equipo contrario al de la zona.

Las calles eran para Chelito como el abrigo de un amigo, disfrutaba el aroma a eucaliptus de la plaza, a la noche contenedora con ese abrazo de luna que lo animaba a soñar.
Juancho lo vio a través del vidrio del kiosco. Detuvo por unos instantes la duda, ante qué cosa comprarle a su hijo. El hombre quedó ensimismado observando al niño, su vecino, el que vivía con la abuela de muchos años.

El dueño del negocio, hombre ducho en conocer gente, lo descubrió de reojo.

— No te preocupes, viejo. Ese pibe se las trae debajo del poncho. Hasta ahora no pasó, pero en cuantito la abuela se descuide, dará el zarpazo.

— No lo creo. La mirada lo dice todo. Es chiquito para afrontar la vida casi en soledad.

— Te cuento que un pariente lo llevó a su casa y no pasaron tres meses, que regresó. Dicen que se escapó con algo- argumentó el kiosquero.

—Todos hablan por hablar y no saben qué le pasó al chico. Le contó a mi hijo, que se enteró en la casa del pariente, que la abuela estaba enferma. Regresó caminando cerca de tres horas porque el tío no dejaba que volviera ¿Y sabés amigo? Yo le compré el remedio para la abuelita.
El silencio se dio el lujo de ser el primer actor en la escena. El kiosquero sintió que el peso de una culpa le golpeaba muy adentro, y le dolió.

— Pobre pibe, Juancho. Las chusmas del barrio que no tienen otra cosa para hacer que inventar pelotudeces.

— Sí, mi amigo, es así. Me preocupa. Tiene la edad de mi hijo. Me parte el cuore y no sé qué hacer porque ni la abuela ni él quieren ayuda. Juega en el potrero y míralo…

Ingresó otro cliente. Palabra va, palabra viene, los minutos pasaron sin que se dieran cuenta. Chelito seguía sentado sobre la tierra, mientras otros niños jugaban a la pelota. El atardecer destinaba sus últimos reflejos de sol para iluminar al pequeño. Sus ojos jugaban con los vuelos de la pelota, nueva y deseada. Aquella unión de cueros, para él, era mágica porque le permitía viajar por el espacio aéreo del potrero y soñar.

En un instante, Juancho se acercó al comerciante y le habló al oído para que otros dos clientes no escucharan.

Era un mes de pedidos a cumplir para algunos y deseos inconclusos para otros.
Aquella tarde caliente, dos niños estaban bajo la sombra de los plátanos y jugaban al “yo quiero…”; la sinceridad se dio cita en ese encuentro, se fortaleció la solidaridad y la confianza del hijo con su padre.

Otra vez se encontraron, el cliente y el kiosquero. En aquella Nochebuena, alguien dejó en la puerta de la casita de la abuela de Chelo, un canasto de mercadería y en una bolsa de regalo: la pelota mágica.