Por Mónica Teresa Müller

El crepúsculo que rodeaba la casa le daba a la mujer una imagen diferente. Juana estaba sentada se había subido y luego se bajó y ahora ya se acomodó no no había encontrado acomodo. Si yo creo ya sé cómo sí que estés bien en el patio de la casa. Su mirada parecía perderse entre las hojas en las que resbalaban las gotas de agua, testigos de la pasada lluvia.

Cosía una prenda de su pareja, compañero de años. Espantaba cada tanto una mosquita molesta que giraba en torno a la costura. “Qué día plácido”, murmuró, mientras miraba los crisantemos que habían disfrutado de la calidez del mediodía junto al paredón vecino.
No todo en la vida de Juana era fácil, hasta el jardín que la rodeaba, el césped cortado, padecían de soledad.

La brisa acariciaba la trenzada cabellera de la mujer, que cada tanto, con un movimiento automático, acomodaba el claro mechón que caía sobre la frente.

“Ojalá que Marcos no regrese tarde”, pensó. El hombre retornaba del trabajo, horas después de lo que era lógico que tardara.

Juana no había modernizado su ropa, tampoco las costumbres de cuando vivían sus padres. No le importaba cambiar. Su compañero era lo único que tenía y amaba, pero sospechaba que a él no le sucedía lo mismo.

Estaba sentada descalza y los pies jugaban con el pasto. Tenía un delantal, que usara su madre, con un bolsillo en el que guardaba la tijera e hilos. Cada tanto dejaba de coser y miraba el jardín casi con embeleso. El plátano del vecino albergaba un panal cuyas trabajadoras entretenían con el ir y venir, las horas de soledad de Juana. Sus ojos cargoseaban la distancia y mudaba pensamientos como si imitara a las abejas, buscara airearse, hacerse de polen para alimentar su vida de otra manera.

Imaginaba que una ráfaga con perfume a rosas, ocultaba el olor que tenían los besos obligados de Marcos, cuando se detenía en el bar antes de llegar a la casa.

El atardecer mostraba sombras que ingresaban al jardín. La brisa acaparaba con frescura cada rincón del lugar. “Debe existir otra”, murmuró. Deseó que alguien le respondiera.
Cuando entró a la vivienda, había terminado con la costura. Le parecía estar parada en el medio de un pozo profundo del que no lograba salir, se preguntó por qué. Por un instante pretendió recordar los momentos de felicidad vividos. Bajó los párpados e intentó acercar el pasado. Duró eso, solo un instante.

La prenda de Marcos había quedado olvidada en la silla del jardín. De nuevo acomodó el mechón entrecano, le resultaba molesto. Humedeció los labios, le dolían. “Cuando voy a dejar de cortar el hilo de coser con los dientes”, se reprendió. “Mami siempre me llamaba la atención por eso”.

La cena estaba preparada. A lo mejor su marido llegaba tarde y se iba directo a la cama.
Estaba cansada, dolorida, hastiada. Ella no había podido tener hijos, pero él, sí. Para qué, si hacía meses que no los veía y ellos tampoco lo buscaban porque estaban marcados por el abandono. Presentía también, que él no le había sido fiel, nunca.

Buscó una silla de la cocina y se sentó junto a la mesa. Tenía un amargo sabor en la boca, le costaba esfuerzo respirar como si un puño cerrado ocupara el pecho. Succionó el dedo medio de la mano derecha despellejado por el roce con la aguja y por lo menos quedó tranquila, había cumplido con el pedido de Marcos: “Hoy, sin falta, quiero que arregles el saco verde. Te compré el carretel de hilo, es el color exacto”.

Salió y se sentó en la reposera. Como entre sueños, en una imagen borrosa, vio que junto al carretel caído al descuido sobre el césped, bichitos del jardín padecían el último dolor.