Por: Mónica Teresa Müller
Él era uno de ellos, de los pibes que amanecían en la recova de Buenos Aires, la del antiguo Paseo del Bajo. Desde ese lugar, la Casa Rosada parecía pertenecer a un cuento sin tiempo.
Lito sentía que, en cada momento, el Universo giraba silencioso en torno a su vida. Las mantas regaladas cumplían con la misión, no dicha, de cobijarlo, pero el frío interior y el externo de la soledad pasaban la cuenta a cada minuto, Se arrepentía todos los días de parecer una calcomanía sobrante de la sociedad porque para él solo existían acontecimientos desagradables.
En aquellos momentos de lucidez, mínimos, no alcanzaba a comprender cómo había empezado a ser un títere de los de la esquina, de la barra de los que sabían viajar en la quietud de un recoveco, la comodidad de una silla o el oculto lugar de la venta. “Hijos de puta”, repetía y se culpaba. Eso era, un dependiente de lo que había jurado no depender.
Primero fueron sus ahorros los que dejaron de pertenecerle, luego los de la vieja
y, sin parar, vació cajones y recuerdos. “Lito, qué te pasa, hijo.” Cada mirada de la madre era como si lo rozara un cable eléctrico, pero tampoco llegaba a movilizarlo.
Había aceptado despreciarse, odiar hasta las sombras de las culpas que no lo dejaban en paz. No se perdonaba hacer sufrir a la mujer que había perdido todo por cobijarlo.
Había comenzado por lo que podía vender de su casa, pequeños valores afectivos y cuya desaparición, dolían. Hasta el perro de su hermano menor, un día se perdió. “Bueno, nene”, le había dicho, “no es para que llores e inundes el barrio, se fue y listo”. Nada lo detenía.
Poco a poco, se alejó de los suyos, de la familia que lo amaba o lo había querido. Se quedó con la junta de los que como él, ya no tenían noción que existían.
Lito fue uno más de aquellos que arrebataban lo que se cruzaba en el camino. La ceguera lo había ganado para sí, también la maldad de muchos y el poder a costa del otro.
Cuando dejó de ir a su casa, nadie lo buscó.
Una noche de Diciembre, cualquiera para él, se escondió para dormir en el recoveco de un portal abandonado. Deambular por los barrios de Buenos Aires era la manera de no ser conocido, esa era una de las muchas tretas que le enseñaran. Despertó sobresaltado. La sensación de ser acariciado en la frente, le produjo un escalofrió incontrolado. Tembló largo rato. Algo le sucedía. Permaneció en éxtasis, observó el cielo estrellado como si fuera la primera vez que lo veía. Miró los andrajos de su vestimenta, las mantas mugrientas y los restos de comida sobre el piso. Pensó que soñaba.”Mamá, dónde estás.” La llamó repetidas veces, pero nadie respondió.
La calle manejaba el silencio de una noche de mediados de semana. Desconoció el lugar en el que estaba, se desconoció. Respiró profundo. Los adornos en las vidrieras le recordaron que el veinticinco estaba cercano. Un profundo perfume a rosas rodeaba el lugar. Lito restregó los ojos. No recordaba por qué estaba en ese mortal, por qué no había despertado en su casa. Pasó sus manos por el rostro, quitó un trozo pequeño de mayólica que, sin molestar, estaba en su frente.
El joven se incorporó. “Me deben aguardar en casa, es muy tarde”. Cruzó a la vereda de enfrente. A mitad de cuadra, la Iglesia de La Virgen de San Nicolás mostraba en el ingreso la imagen de ella, con una mayólica rota.