Por Alejandro Ordóñez
Sintió la vibración del teléfono, se estremeció, era el mensaje largamente esperado. Apretó el comando y leyó: Papá, confirmo datos. Apofis impactará contra la tierra el 25 de diciembre a las 00:00:15 horas, mismas coordenadas. Te quiero, Dios esté contigo, firmaba Luis. Oprimió el botón para dar respuesta: Yo también te quiero hijo, eres mi orgullo, te deseo mucha suerte.
Sonrió al recordar a su hijo, a pesar de su juventud era considerado uno de los mejores científicos del mundo, por algo el Centro de Alerta Temprana lo había enviado en misión secreta a Zelenchúkskaya, Rusia, sede del impresionante radiotelescopio Ratan 600, con sus 895 reflectores rectangulares escudriñando el cielo, dispersos en un diámetro de 576 metros, donde tuvo acceso a información altamente confidencial y secreta, cuyas conclusiones compartieron.
Caminó hasta el globo terráqueo de su biblioteca, localizó las latitudes y longitudes de ese alargado corredor donde podría caer el asteroide. Vio su reloj, faltaban cuatro horas.
Afuera brillaban las luces de bengala y los foquitos de los árboles de navidad de las casas del vecindario; los niños rompían piñatas, en jardines y patios, mientras esperaban la cena de Nochebuena. A lo lejos se escuchaban villancicos, gritos y risas que contrastaban con la soledad y el silencio de su casa desde que vivía solo. Su vida había dejado de tener sentido -pensó-, pero no se iba a rendir ante el infortunio; por eso, contra la opinión y el escepticismo de su hijo construyó un búnker en el sótano de su casa.
El timbre de la puerta sonó por segunda ocasión antes de comprender que alguien lo buscaba. Se asomó por la ventana de la biblioteca, era una pareja de indigentes: ella, delgada y frágil, -andaría por sus diecisiete-; él -enjuto y alto-, de unos treinta años.
Escuchó que lo llamaban patrón, concluyó que se trataba de dos indígenas, tal vez campesinos famélicos en busca de unas monedas o algún alimento para llevarse a la boca. Le sorprendió que el servicio de vigilancia del fraccionamiento les hubiera permitido el paso, pues se trataba de una zona con acceso altamente restringido.
Llegó a la reja, el campesino, con sombrero en mano y voz desesperada, volvió a repetir: ayúdanos patroncito. Buscó unas monedas en sus bolsillos, pero el hombre lo detuvo. No patroncito, no queremos dinero ni comida, mi esposa está por parir, déjanos entrar, danos un pedacito de suelo; ahí, debajo del techito de tu puerta, regálanos algunos trapitos viejos para tapar a la criatura y cubrirnos nosotros porque la noche está muy fría. Vio el rictus de dolor de la mujer y se preguntó a sí mismo cómo era posible que un veterano cirujano como él no se hubiera dado cuenta antes. El hombre insistía, pero él vacilaba, no dejaba de ser peligroso meter a dos desconocidos en su casa. Rompió aguas desde el mediodía, insistió el campesino. Hemos andado de casa en casa, toda la tarde pidiendo ayuda, pero nadie ha querido dárnosla. Por piedad patrón, no seas malo, se nos va a venir pa juera la criatura. Un pedacito de patio y unos trapitos viejos pal crío.
Los llevó al sótano, tenía dos colchones tendidos sobre el suelo, uno sería para Luis en el improbable caso de que hubiera regresado a tiempo, como no ocurrió así, se los cedió. Ahí mismo tenía su maletín médico y el instrumental necesario para el caso. Acostó a la mujer, se desinfectó manos y brazos, procedió a revisarla, el niño casi sacaba la cabeza. Ayudó en las labores de parto. Cortó el cordón umbilical, aseó al niño, revisó sus funciones vitales; con algunas sábanas que el campesino partió, según sus instrucciones, improvisaron pañales y lo cubrieron con uno de los muchos cobertores que había en el búnker. Les dio a beber tazas de té hirviendo, para hacerlos entrar en calor. El niño había dejado de llorar, dormía plácidamente en medio de sus padres. Ella lucía una sonrisa radiante, él le acariciaba el cabello.
De pronto, como si se le hubiera aparecido el diablo, escuchó con terror el eco de las campanadas del reloj de la parroquia. Una, dos, tres… Los vio cómo contemplaban embelesados a esa criatura que quizás no debía haber nacido nunca. Cuatro, cinco, seis… Lo invadió la tristeza al descubrir en las miradas de la pareja una fe ciega en el futuro que los aguardaba. Siete, ocho, nueve… Pensó en su hijo, recordó a sus padres, sintió unas ganas enormes de llorar. Diez, once, doce… La joven mujer lo llamó extendiéndole la mano y como si supiera lo que estaba a punto de ocurrir, le dijo: no temas, Dios está contigo.
Luego lo cobijó en su regazo como lo hace una madre cuando el hijo tiene pesadillas. Entonces se escuchó el eco de una terrible explosión que parecía venir desde el fondo mismo de los tiempos, seguida por un fuerte temblor, las paredes se estremecieron, los cristales se rompieron y el cielo se tiñó de rojo, de un rojo tan intenso, como si estuviera lloviendo sangre. Luego se hizo el silencio y también la oscuridad, eso fue todo…
** Apofis 99942, asteroide que constituye la mayor amenaza sobre la tierra, tiene una masa de más de veintiséis millones de toneladas y su caída provocaría una explosión equivalente a 20,000 bombas atómicas.