Por: Alejandro Ordóñez
Tita llegó a mi vida cuando era tarde, no es que fuera un viejo, llegaba a mis cuarenta pero había decidido no volver a involucrarme en otra relación sentimental, había comprendido que el camino más corto a la tristeza es el amor. Llevaba dos fracasos y no estaba dispuesto a correr el riesgo de una tercera desilusión; además, y eso quiero que quede claro, para mí las mujeres empezaban en sus treintas, antes de esa edad no aceptaba a nadie; me daba pena, tenía la impresión de que la gente volteaba a verme y murmuraba. Por otra parte la juventud tiene el inconveniente de la inmadurez y para mí la mujer, antes que nada, debe ser una cabeza pensante, un ente creativo con el que se pueda conversar horas enteras; un ser con quien compartir, a más de las penas y alegrías, una obra de teatro, una película, un concierto o un paseo por el bosque; en fin, un ser inteligente y sensible que ofrezca además la ventaja de acompañarlo a uno por los caminos del amor y aunque nunca he sido demasiado apasionando, siempre será una ventaja tener la posibilidad, llegado el caso, de explorar ese filón de la sensualidad y el erotismo. Tenía amigos para quienes la mujer era, antes que nada, un bello par de piernas, unas caderas admirables o un busto que orgulloso desafiara la ley de la gravedad; para mí no, y no es que estuviera peleado con una buena anatomía; claro que también importa, siempre será agradable tener a una interlocutora hermosa, la inteligencia, el talento y la sensibilidad no tienen por qué estar reñidos con la belleza, después de todo son parte de los ideales de un hombre.
Dije que la mujer, antes que nada, debe ser inteligente y sensible pero si hablamos de su físico, para mí las mujeres son unos hermosos ojos capaces de transmitir sus pensamientos, sus sentimientos; siempre he pensado que es una lástima que los momentos más íntimos nos obliguen a cerrarlos, me gustaría verlos mientras nos besamos o hacemos el amor, pero es inevitable, apenas siento la proximidad de su rostro mis ojos tienden a cerrarse y cuando haciendo gran esfuerzo logro mantenerlos abiertos, ella los tiene cerrados, lo más que llega a suceder es que los entreabra unos segundos; en ocasiones se siente observada y me reprocha acremente esa manía que rompe su intimidad y aunque no sea con pretensiones voyeristas no deja de incomodarla. Yo la amo y si busco su mirada es para tratar de descubrir qué siente, lo que sí disfruto es la expresión de su rostro, me encanta ver cómo le va ganando la ansiedad o de pronto llega el sosiego y entonces su piel tersa se relaja en un gesto de tranquilidad.
Algo que me permite tomar la gloria por asalto es contemplar sus ojos frente al fuego de la chimenea; representan -para mí- la viva imagen del amor, de la felicidad; no quiero decir que las llamas se reflejen en su rostro, lo que ocurre es que frente a ellas sus ojos se llenan de luz y me hablan de una manera especial; yo entonces, incapaz de volver a hacerle el amor me conformo con acariciarla con la mirada, con darle algunos besos breves, le muerdo los labios suavemente y noto cómo va cambiando la expresión de su rostro. Tomo su cara entre mis manos y veo esos ojos lindos con el deseo de no volver a perderlos; me paro atrás de ella, la abrazo y la llevo hasta el espejo, cubriendo sus pechos con mis brazos. Estamos como para una fotografía, dice ella; me oculto -entonces- entre su cabello. Me encanta verla frente a las llamas, recostada sobre la alfombra, con el cobertor blanco que contrasta con la negrura de su pelo; me gusta recordar que no lleva nada abajo que la cubra; saber que me basta extender el brazo para que quede frente a mí la belleza de sus senos; saber que me basta extender el brazo para sentir cómo el mínimo roce hace despertar el apetito voraz de sus veinte años. María, le digo entonces, María Kodama. Ella ríe y me dice ¡tonto!, con su grave voz sensual. Yo insisto, ella pasa entonces las uñas de su mano por mi espalda desnuda, mueve rápidamente la cabeza para echar su cabello hacia la espalda, con ese gesto que es tan suyo; toma un cigarro, lo aspira profundamente y antes de que tenga tiempo de exhalar le repito: María Kodama, ella arroja el humo, me mira gravemente, mueve los hombros como diciendo tú te lo buscaste y me dice: “tío Alberto…” Yo la abrazo y le susurro palabras al oído, ella hace como que no quiere oír, ni saber nada; yo insisto, muerdo sus oídos y sus hombros, entonces ella cede, nos besamos en ese silencio roto por el crepitar de los leños en la chimenea y el juguetear de nuestras bocas. Se levanta, camina hacia el aparato de sonido, puedo ver sus largas piernas desnudas, el perfil de su busto contra el fuego, apreciar su suave contoneo; al regresar se mete bajo el cobertor, donde la espero, me canta: “tío Alberto… qué suerte tienes, cochino, en el final del camino te esperó la sombra fresca de una mujer de veinte años…”, me besa la boca, el cuello, luego baja despacio por mi pecho, dejando una huella húmeda a su paso, mientras Serrat llena de poesía y música la habitación.
La mujer debe ser creativa, sensible, inteligente, porque después del amor, agotado el cuerpo, satisfecha la libido, ¿qué queda? No es que quiera decir que no importe el físico, no hay nada más lindo que un par de senos rozando tu rostro o un espigado par de piernas que te reciben y se agitan nerviosas mientras tus labios recorren sus alargados territorios. La sensualidad de la mujer debe ir acompañada de inteligencia, después del amor sólo quedan sobre la cama dos buenos amigos dispuestos a compartir sus cosas, sus gustos; después del amor, ya satisfechos los dos, no hay nada como quedarse frente a las llamas, contemplando unos ojos inteligentes y una boca que no sólo es capaz de extraerte los más profundos gemidos, una boca que además de besarte expresa conceptos inteligentes y comenta temas interesantes; descubrir que te puedes levantar desnudo por otra taza de café sin que a ella le importe, satisfecha ha dejado de pensar en el sexo, es ahora un ser donde impera la inteligencia. Platicar largamente, sin prisas, trampas o engaños, ni temor a expresar lo que piensas o sientes, sin miedo a ser mal interpretado o a que pueda usarse en tu contra lo que digas. Descubrir que esos oídos de los que te prendiste y todavía hace unos momentos estaban húmedos por tus besos, saben escucharte paciente, largamente.
Después del amor, ¿qué queda?, satisfechos los dos puede quedar el silencio que sólo es roto por el crepitar de los leños, ese silencio que no te atreves a romper. Después del amor quedan unos ojos que resplandecen de felicidad frente a la chimenea y un rostro que sostienes firmemente entre tus manos y te empeñas en memorizar, para el recuerdo, para el maldito recuerdo que nunca te abandonará. Después del amor, después del recuerdo, más allá del olvido puede quedar una habitación vacía, una chimenea apagada, un libro viejo en el que se encierra tu vida y una lágrima que se escapa sin querer al recordar aquellos ojos lindos y sus mejillas como duraznos carnosos entre tus manos.