Por: Mónica teresa Müller
Quizá en todas las ciudades del mundo surgen sorpresas que modifican y complican el trajín diario, pero es posible también que esas complicaciones otorguen a los involucrados, la sorpresa insustituible de una caricia.
Había llegado a tiempo para que le realizaran el análisis y luego los estudios que su médico de cabecera le había indicado.
La vecina de asiento en la sala de espera comenzó la conversación. “Es grato aguardar en este lugar”, dijo al tiempo que miraba el camafeo de Dora, recuerdo de la abuela y que a pesar de ser una antigüedad, en su honor, había resuelto usar. ¿Por qué lo dice?”, preguntó en tono firme. “El jardín detrás de los cristales, me producen la sensación de tranquilidad y calman la incertidumbre de la espera”, contestó la mujer en voz baja. Ambas se acercaron a los ventanales y trataron de reconocer cada planta. Los minutos pasaron sin que se dieran cuenta y sin hablar de lo que se acostumbra en esos lugares: de la salud.
“Tu forma de explicar es similar a la de los docentes. Trabajé en el área durante muchos años”, explicó la vecina de asiento. “Me llamo Lina”. “Un placer, yo me llamo Dora y fui también docente”.
Luego de la presentación, la charla giró a temas de educación, sobre el cambio en el sistema y en los alumnos. Mientras charlaban, a Dora le llamó la atención la medalla de plata de San Benito que llevaba Lina. Al elogiarla, le comentó que también, sus tres hijos del corazón la usaban como símbolo de unión.
Las llamaron en el mismo momento para que pasaran a los consultorios de laboratorio. Dos “hasta luego” dejaron en el aire el deseo de seguir la charla.
Luego del estudio, Dora se encaminó a la salida de la Institución. En un banco estaba sentada Lina leyendo interesada el celular. “Está de Dios que nos volveríamos a encontrar”, le dijo y se sentó junto a ella. “Estoy buscando un colectivo que me deje cerca de casa porque la línea que suelo tomar, hizo un paro sorpresivo”. “Qué contrariedad ¿Sabés si la trescientos cuarenta, también paró?”. “Sí, pero no te preocupes, vamos juntas hasta la Plaza de Devoto, ahí para otro que hace casi el mismo recorrido”.
Las dos mujeres pasaron por el espacio del portón de dos hojas abiertas de ingreso a la Fundación y caminaron hacia la Avenida Beiró. Anochecía. El paso rápido de ambas impidió conversación alguna, pero sí algún comentario al margen.
Ascendieron al colectivo que las llevaría hasta Villa Devoto. En esa casi lata de humanos, por poco, hasta para respirar valía un permiso.
Cuando llegaron, Lina acompañó a Dora hasta la parada y le entregó una tarjeta. “Aquí está mi número de teléfono, llamame así combinamos para seguir la charla y no te olvides de avisarme cómo viajaste. Un gusto conocerte”. Con el beso acostumbrado, se despidieron.
Es curioso, las cosas suceden como si entre ellas existiera una secreta vinculación con las circunstancias, como si estuvieran detrás de una puerta o con el oído pegado a la pared de cada necesidad y, de esa manera, actuar con el mágico pretexto de existir en el lado invisible de la vida.
Después de larga espera, el colectivo estacionó junto a la parada para que subieran los pasajeros. Estaba repleto, pero un joven le ofreció su asiento. Cerca de dónde debía bajar, Dora se acercó al conductor y le dijo: “Perdón, me deja bien en Avenida del Trabajo…”, no terminó de preguntar que el chofer le contestó: “Sí, mi querida maestra”. Un torbellino de imágenes giró con sus recuerdos y la emoción se apoderó de esos instantes. Lo reconoció a pesar de los años sin haberlo visto y lo besó en la mejilla con todo su corazón. Al hacerlo, vio que de su cuello colgaba la medalla de San Benito, igual a la de Lina