Hay quien opina que nunca deberíamos atestiguar la caída de nuestros héroes. Sin embargo, al pasar de los años, la falibilidad de aquellos que admiramos otorga una dimensión distinta a nuestra propia manera de ver las cosas, a perspectiva y en directo; una sensación de desolación mezclada con un poco de satisfacción de haber cumplido la difícil tarea del deponente de una desgracia. Esa sensación de desamparo me ha acogido durante la lectura de “La ciudad y sus muros inciertos” la más reciente novela del japones Haruki Murakami y, aunque mi objetivo principal como reseñista es el de contagiar el entusiasmo que me ha provocado la lectura de algún libro (procuro no escribir sobre libros que no me gustaron), la relación de amistad literaria que me une con el autor de hoy me obliga.
Mi relación lector-escritor con Murakami no tiene ni diez años. Fue en dos mil quince cuando leí con avidez una novela de la que había escuchado muy buenos comentarios: “Tokio Blues”. En cinco días repartidos entre aquel diciembre y su subsecuente enero, descubrí un autor cautivante con una historia que, un poco más, un poco menos, hablaba de un trozo de mi propia juventud. A partir de esa epifanía fui explorando ya un total de catorce libros hasta el chasco de la semana pasada. Falta decir que en esas lecturas repartidas en los últimos nueve años incorporé al menos tres libros a mi lista de preferencias personales: “Los años de peregrinación del chico sin color” (la que considero la mejor novela de Murakami y de la que estuve hablando ayer en un café con mi querido y viejo amigo Arnulfo Islas), “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” y “De qué hablo cuando hablo de correr”.
Sin embargo, la lectura de “La ciudad…” fue verdaderamente agonizate. Ya desde los dos títulos anteriores, “La muerte del comendador” (tomo I y tomo II) y el libro de cuentos “Primera persona del singular”, Murakami comenzó a perder el brío que le caracteriza como autor. En “La muerte del…” pude ver a un escritor que dilataba demasiado las escenas, que se aburría en los ambientes descritos y por momentos divagaba en reflexiones que ya habíamos abordado páginas atrás; mientras que en “Primera persona…” se apareció como un autor ávido de entregar el libro a la editorial sin haberlo concluido del todo; cuentos aparentemente sin terminar, pues. El resabio perduró, pero no fue determinante para que, como ferviente lector de Murakami, no le diera la oportunidad a la nueva novela.
“La ciudad…” tropieza desde el principio develando el detonante narrativo de la historia: la relación amorosa (a un nivel platónico) que engarza las vidas de un joven y una joven en la adolescencia y la cual será resuelta al paso del tiempo, en la adultez. Este argumento resulta repetitivo en relación a otras novelas del japones (como “Tokio…” y “Los años de peregrinación…”, por citar sólo dos), sin embargo hasta ese punto podría ser una propuesta, que, aunque conocida por sus lectores, se resolviese de manera novedosa en cuando a sus libros anteriores. Sin embargo, la esperanza dura poco cuando a la historia Murakami le adosa un mundo de fantasía donde el adorno principal son unicornios salvajes, pero gradualmente domesticados (vaya contradicción). Aun cuando el autor nos ha presentado historias oníricas o incluso inmersas en la fantasía (pienso en los misteriosos sueños eróticos que navegan por “Crónica del pájaro…” y los personajes de pinturas tradicionales que cobran vida en “La muerte…”), todas habían sido cuidadas con la quirúrgica manera en que un escritor va surciendo, de manera oculta, el interior de una historia que nos resulta verosímil; característica imprescindible, esta última, para que el lector se quede. A partir de ahí, hablo de las primeras veinte páginas, la novela tropieza con todo lo que encuentra y va aflojando la cuerda con que se sostiene la atención de un lector hasta dejarlo caer por la borda a un mar enrarecido de más de quinientas páginas. Una verdadera lástima.
Esta experiencia lectora me recuerdo algo que leí en el muro de un colega, parafraseando, “Lo que importa son los libros, no los autores que tanto se ensalzan”. Es cierto. Aun cuando uno recurre a autores que ha disfrutado como una apuesta segura, ninguno es infalible y pude darnos con una chanada en las narices (como por ejemplo, “Memoria de mis putas tristes” del Gabo), presentando libros no tan buenos como los anteriores o los que nos han gustado; es natural que un autor tenga altibajos en su obra, sobre todo si ha sido prolífica. Y aunque no ocurre en todos los casos, a veces los libros postreros de un autor van perdiendo el lustre de los primeros. En el caso de Murakami la tendencia es en picada.
Paso cebra
Esta es la última columna del año. Gracias por su lectura semanal y permanente. Deseo de corazón que los anhelos que le rodean a usted y los suyos, sean cumplidos. Nos leemos en el 2025.