A los niños del mundo que sufren injusticias

Durante años tuve que alargar mis días para poder correr. Así, durante largas temporadas iniciaba mis entrenamientos en la madrugada; si no era posible, lo hacía de noche. Cuando eso ocurría mi sitio preferido era un lugar ubicado en la segunda sección del Bosque de Chapultepec, llamado “El Sope”. Una pista abierta las veinticuatro horas del día, con buena iluminación, rodeada por una malla, acceso controlado y la prohibición de meter perros.

En realidad son dos circuitos que comparten sus recorridos durante un buen trecho: uno de un kilómetro y otro de dos. A un costado de las pistas pasa una carretera con paradores iluminados para que los usuarios del transporte público aguarden seguros y al fondo la barda perimetral del Panteón Civil, también llamado “De Dolores”.

Inicié mi sesión a las diez de la noche. Desde el inicio algo no marchó bien. A pesar de ser primavera un viento gélido y una leve neblina me seguían. Para colmo los arbotantes se iban apagando conforme me acercaba a ellos y en cuanto me alejaba volvían a funcionar. Llegué a un costado de la carretera. De pronto la luz de un parador se apagó y en la penumbra distinguí a un tipo que vestía traje oscuro, su figura era en verdad siniestra, parecía un asesino a sueldo. Aun cuando no distinguía sus facciones comprendí que el tipo me veía amenazante. Aceleré el paso, llegué al punto de intersección de ambos circuitos; metros atrás unas señoras trotaban alegremente, entre feroces carcajadas que rompían la quietud de la noche. Delante de ellas venía un niño de unos seis años, calzaba pesadas botas y vestía pantalón y chamarra de mezclilla azules; lo guiaba un perro negro. Apreté el paso para no quedar atrapado en medio de ese tráfico pesado. El grupo quedó atrás pero el niño aguantó el ritmo de mi carrera a pesar de la velocidad con que me desplazaba. Lo miré de reojo y aunque no distinguí su cara comprendí que era una criatura pequeña. Me rebasó el perro negro, pelo largo, sedoso y brillante; ojos de un rojo impresionante, como si estuvieran inyectados de sangre; me miraba fijamente sin interrumpir su carrera y su cabeza volteada hacia atrás me hizo recordar la película del Exorcista.

Escuché la voz del niño: ¡Señor, señor! ¿Puede decirme dónde está la entrada al panteón? No contesté, pensé que era una broma, pero el niño volvió a la carga: ¿…dónde está la entrada al panteón? A la tercera vez pensé que tal vez la criatura estuviera perdida y para orientarse necesitara llegar a la reja del panteón. Extendí un brazo y le dije: Del otro lado de la carretera, sigue la barda y a un kilómetro encontrarás lo que buscas. Aceleré el paso, pero mi conciencia me dijo que estaba actuando mal, cómo era posible que por no interrumpir mi entrenamiento dejara sin auxilio a un niño de esa edad; era tarde; debía tener horas perdido, por supuesto no era corredor, aunque me hubiera aguantado el paso. Pensé en su madre, en su familia, en el peligro que significaba cruzar la carretera y seguir por el costado oscuro del camino, recordé al tipo torvo y concluí que el trayecto estaría lleno de peligros así que detuve mi carrera para decirle que lo llevaría de la mano -si era preciso- hasta las rejas del panteón y no lo abandonaría hasta que me guiara a su casa y lo entregara a sus padres.

No te preocupes, hijo, me escuché decir. Lo busqué con la mirada pero había desaparecido. ¿Y el perro negro?, nada, ni sus luces… Esperé a las señoras, pregunté si habían visto a un pequeño niño vestido de mezclilla azul y un perro negro. Me vieron con extrañeza. Mire, contestó una de ellas: en primer lugar no es hora para que un niño ande solo por estos rumbos, por supuesto no lo hemos visto y en este sitio está prohibido meter perros, tenemos una hora aquí y no hemos visto nada de lo que usted comenta. ¿Está usted bien?, ¿se siente bien?

Suspendí el entrenamiento y me fui a casa; al llegar, la familia en pleno me rodeó. ¿Ocurrió algo malo?, coincidieron: tenía cara de haber visto al diablo. El cabello y los vellos de piernas y brazos erizados daban cabal cuenta de lo que me ocurría. Había transgredido los límites, cruzado una frontera que jamás habría deseado. Había quebrado el logos y sabía que había vivido algo que escapaba a toda lógica y razonamiento.

Como todo corredor llevo una agenda donde anoto las distancias recorridas, los tiempos y alguna observación de cada entrenamiento. Registré en la bitácora fecha, tiempo y distancia, así como la anotación: “Sesión suspendida porque encontré a un niño de mezclilla azul y un siniestro perro negro. Crucé una frontera desconocida”.

Transcurrió el tiempo, olvidé el incidente; una noche, mientras me cambiaba de ropa -dentro del auto-, vi salir de la pista a una chica, venía histérica, gritaba y lloraba sin control. Se acercó a ella el vigilante y no la dejó marcharse hasta que la tranquilizó. Qué le pasó a la muchacha, pregunté. El guardia, solícito, me informó detalladamente lo ocurrido.

Cancelé el entrenamiento, al llegar a casa busqué en mis viejas agendas de corredor hasta hallar la siguiente anotación:

“Sesión suspendida porque encontré a un niño de mezclilla azul y un siniestro perro negro. Crucé una frontera desconocida”.

Leí la fecha, era la misma de ese día y mes, pero del año anterior…
Anoté en mi agenda:

“Sesión cancelada. Un año exacto después de mi contacto, una joven cruzó la frontera de lo inexplicable, transgredió el logos y cruzó la frontera de lo absurdo: se topó con un niño que preguntaba por la entrada al panteón, vestía de mezclilla azul y lo acompañaba un siniestro perro negro…”