Cuando Laura se cambió a la Calle Vallarta, las cosas iban bien en el trabajo y su vida estaba pintada de colores brillantes con un horizonte prometedor al frente; cuando dejó el inmueble, 9 años después, el lugar estaba habitado por alimañas que carcomieron la madera de puertas, marcos, clósets, los muebles de baño bajo los lavabos, la alacena y todo lo que pudiera ser invadido.

El interior de los apagadores, aún cuando se encontraban sellados, estaban retacados de larvas en latencia; eran nidos de insectos muertos revueltos con telarañas: basura orgánica proveniente de quién sabe qué animales rastreros.

Las habitaciones despedían un humor a encierro combinado con humedad; era como la peste del abandono, la depresión y la renuncia a la vida. Ese olor de los muertos, de los viejos al borde de la tumba, de aquellos que han perdido el soplo de vida antes de caer al ataúd.

Dejó en el cuarto de servicio ganchos de ropa, bolsas de plástico, pedazos de cosas inservibles que debieron estar años en los cajones vaciados únicamente para hacer la mudanza.

En los pisos de las recámaras había mucha pelusa, trozos de papeles que debieron servir alguna vez.

Laura había entendido que, luego de no poder pagar la renta durante 16 meses, no había manera de seguir huyendo hacia dentro de lo que se había convertido en una pocilga; cuando llegó el siguiente citatorio, ya no tuvo fuerzas para refutarlo y decidió que era hora de irse.

Fueron 9 años en los que sintió cómo su vida se torcía hacia el desamparo de sí misma; a partir de que llegó, su suerte se fue enmoheciendo e iba de fracaso en fracaso; los trabajos no duraban más de unos meses, los amores se iban luego de obtener un poco de miel; no había alcohol, drogas, ni siquiera tabaco. Digamos que las adicciones no eran el motivo; había otra cosa en el ambiente que su mente no alcanzaba a leer.

El cabello se le resecó y se le caía a mechones; la piel se le amustió y un ligero tono amarillo verdoso le fue llenando el rostro hasta que el maquillaje fue insuficiente para tapar la desgracia que le venía de adentro.

Por las noches despertaba hacia las 3:30, con un sentimiento de ahogo, como si le besaran el alma de una manera sucia y sólo le dejaran un poco para reponerse y tener qué ofrecer a la madrugada siguiente; no acababa de irse su vitalidad, pero era más que una muerta en vida.

Perdió el trabajo en una empresa importante, donde era la secretaria del director; fue decayendo hasta que terminó rentando un local, donde puso un mercado de pulgas. Ahí acomodaba lo que para otros ya era basura, tratando de vender algo a los infortunados para ella poder sustentar su día.

Luego de su partida, la casa se puso en remodelación para recibir a nuevos inquilinos.

Ulises se encontraba solo en la cocina, soldando unos codos de cobre para la tubería que habría de sustituir en la parte superior del calentador. Por el calor que hacía, tenía la puerta de la entrada abierta para que se ventilara la casa.

Sobre la cubierta de formaica de la cocina integral, la bocina de Ulises, de 30 centímetros de alto por 25 de ancho, dejaba salir la voz de Selena.

Sentado sobre una cubeta de pintura, el plomero vio volar a su derecha la bocina, que fue a dar a mitad de la cocina; volteó rápidamente a donde antes se hallaba el altavoz y se levantó con la piel erizada en el cuello y los brazos. Miró para todos lados y sus ojos se abrieron llenos de miedo. El espasmo le subió por la nuca hasta cubrir su cabeza. Quiso correr a la puerta de la entrada, pero esta se cerró de golpe.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

@ALEELIASG

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