–Míralo, el anciano –dice el joven que viene acompañado por su chica en la bicicleta.

Me quedo pensando, un tanto desconcertado y si acaso molesto por su expresión ofensiva, pues a los 63 años no me considero, de ninguna manera, un viejo, sino un hombre maduro que está entrando en una nueva etapa; es cierto que las canas y las arrugas son signos de la adultez mayor, pero también deberían representar un símbolo de respeto para aquellos que aún no alcanzan nuestra edad, aunque entiendo que la palabra respeto hoy es desconocida para la mayoría de la gente joven, por lo menos de nuestro país.

Encuentro que esta competencia entre los chamacos y los adultos se da solamente entre varones y esto me remite a un rasgo primitivo, si consideramos el comportamiento de los animales, donde los jóvenes pelean por la supremacía frente a las hembras tratando de desplazar a los machos adultos.

Pero volvamos al incidente: en Cholula la circulación de los vehículos es 1×1. Vengo observando la bocacalle y como un auto acaba de pasar, entiendo que es mi turno de cruzar; justo cuando voy a llegar a la otra acera, el joven en ciernes viene circulando en sentido inverso y es cuando se siente agredido porque no le di el paso, o porque no lo vi, es cuando suelta esa palabra que hoy los jóvenes utilizan a manera de insulto.

Lo miro y dentro de mí pienso que efectivamente, soy un adulto mayor, pero es eso justamente lo que me da la inteligencia para discernir cuál es la derecha y cual la izquierda, cosa que el jovencito ignora y por ello circula en sentido contrario.

Pero como vivimos en un mundo donde todos queremos tener la razón y si no la tenemos nos la inventamos, pasemos a determinar la enorme brecha que existe hoy en día entre los viejos y los jóvenes.

En ciertas culturas donde se ha aprendido el respeto por la naturaleza y la humanidad, la ancianidad es un signo de veneración, toda vez que se reconoce el cúmulo de sabiduría atesorada por una sola persona.

En México es todo lo contrario: al adulto mayor se le ve como un estorbo al que hay que regalarle unos pesos cada dos meses para que ponga su voto a favor del gobierno en turno.

Conozco muchos jóvenes que no saben clavar un clavo, sustituir un foco, cargar un mueble, mucho menos un bulto de cemento y ya no se diga cambiar la llanta del auto o construir dentro de su cerebro más de una ruta para ir a algún lugar; los he visto caminando con el celular siguiendo alguna aplicación de mapas para encontrar una dirección.

El adulto mayor ha traspasado las barreras de la competencia, de la lucha diaria por encontrar un lugar en la sociedad; ha atesorado conocimiento, experiencia y sabiduría, por lo menos al 3×1 con respecto a lo que estos jóvenes han conseguido absorber.

Los mancebos tienen la piel rozagante, la vitalidad y la virilidad a flor de piel; nosotros ya las disfrutamos; ellos tienen agilidad y habilidad mental (quienes saben utilizarla), cosa que nosotros ya pusimos en práctica por muchas décadas; tienen el mundo a sus pies, como nosotros ya lo tuvimos, de manera que no hay por qué sentirse agredido cuando alguno de ellos nos menosprecia.

Hoy, una gran cantidad de muchachos lo único que tiene a la mano es su celular; los adultos tenemos el cerebro y sus miles de funciones que este es capaz de ejecutar, aunque hay que reconocerlo, con menos rapidez y habilidad que cuando teníamos diez o veinte años menos.

Así que, si el lector ya anda sobre las seis décadas, la próxima vez que un jovencito le muestre el poderío de su juventud, no se arredre, es posible que muy en el fondo sólo sea un sentimiento velado de envidia hacia la experiencia, la sabiduría y el conocimiento que nosotros poseemos.

Ah, y como un plus que la vida nos regaló, ya no nos tocó ser hijos del reggaetón.

F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías

T/@ALEELIASG

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