Marie Claire llegó de Francia, quién sabe de qué parte. Seguro venía de por allá porque hablaba el idioma. Reservó su hospedaje a través de una aplicación.
Su equipaje consistía en dos maletas grandes y un auto con placas de la Ciudad de México.
Al paso de las semanas, reservó dos veces más por la plataforma y a la tercera solicitó un descuento a cambio de pagar en efectivo y por adelantado; su contrato verbal fue por tres meses, pues comentó que había encontrado trabajo en línea.
No sonaba mal la oferta: Matilde, la casera –una mujer sola de 69 años, quien vivía únicamente de los ingresos de renta que le dejaba la casita, habilitada de manera independiente junto a la suya– se ahorraría las comisiones leoninas de la aplicación y aunque corría el riesgo de no estar protegida contra alguna eventualidad, se doblegó ante la confianza que emanaba su huésped aceptando hacer el trato por fuera.
A Marie Claire se la veía los domingos disfrutando del jardín, al igual que hacía con sus tardes de lectura, con un té a un lado y ensimismada en las historias que recogía de sus libros; los pájaros la acompañaban picoteando sobre el césped las migas que ella esparcía antes de sentarse bajo el cobijo de la sombrilla azul.
Pasaron dos períodos de tres meses para luego solicitar a la casera un contrato verbal por un año.
El trato con Matilde siempre fue de arrendataria a arrendadora: poco diálogo –aunque ya hablaba muy bien el español–, pero con mucha cordialidad; casi era para pagarle la renta cada mes y eventualmente le hacía algún comentario sobre cómo se sentía en la casita, la cual, de entrada, siempre recibía a sus huéspedes en un espacio diseñado y decorado que les hacía sentir plácidamente acogidos; tenía una pequeña sala con pantalla, comedor, cocina con cocineta, estudio, recámara amplia con clóset, baño completo y un pequeño jardín de unos 40 metros cuadrados, así como los enseres y electrodomésticos necesarios para una estancia por demás cómoda.
En el inter, viajó dos veces a su pueblo natal por un período de unos veinte días cada una; iba a su tierra el último mes del año y pasaba allá las fiestas navideñas, pero siempre volviendo con aire renovado y feliz de su estancia en el pueblo mágico de Cholula; al parecer había sido conquistada por ese imán que sienten muchos extranjeros por la vida mexicana –ya lo vemos en lugares mágico-místicos como Tepoztlán, donde infinidad de extranjeros vienen a vivir como neo hippies.
Marie Claire llegó a finales de 2019 y aquí recibió a la pandemia de coronavirus; sus viajes a Francia transcurrieron siempre sin contratiempos, hasta el último, cuando partió, a mediados de diciembre de 2021. Antes de irse, como siempre lo hacía, le dejó a Matilde la llave del auto y le pidió que lo encendiera cada 8 días. Solicitó su transporte por la plataforma y con dos maletas emprendió el viaje para pasar las fiestas con sus familiares, de quienes Matilde no sabía nada, pues Marie Claire siempre fue reservada con su vida privada y familiar.
Llegó 2022: enero, febrero, marzo y la casita permanecía cerrada; Matilde prendía el auto cada 8 días. Así esperó hasta junio con cierta preocupación.
Sin tener ningún dato sobre los familiares de Marie Claire e imaginando lo peor, la buscó en Facebook pero no halló referencias ni fotografías de la chica, así que una mañana de domingo decidió abrir la casita, la recibió un fuerte olor a encerrado; abrió puertas y ventanas para ventilar.
Caminó por cada habitación, encontrando su laptop, su cámara fotográfica, anillos, aretes, dijes y cadenas de oro, pero lo que halló en la recámara la golpeó con una mezcla de miedo y emoción: “Señora Matilde: ha sido una gran persona conmigo; es seguro que no volveré, pues he decidido que mi enfermedad me lleve a morir al lado de los míos. Todo lo que hay aquí es suyo. Le dejo la factura del auto y todas mis pertenencias. Marie Claire”.
Sobre la cama estaba la carta, la factura del coche y junto a ella una bolsa de mujer repleta de billetes verdes.
F/La Máquina de Escribir por Alejandro Elías
@ALEELIASG