Las aulas han cambiado, antes, la figura del maestro era incuestionable, la experiencia era un grado y la autoridad no se ponía en duda; ahora en muchos casos el respeto ha sido sustituido por el escepticismo y la jerarquía por la horizontalidad.
La “Generación Z” nacida después del año 2000 transita en nuestros días por un mundo digitalizado y globalizado; sabe navegar por internet con la misma naturalidad con la que respira, pero en su afán por desafiar lo establecido, parecen olvidar un principio básico: la experiencia no se adquiere en un click.
Estos jóvenes tienen fortalezas innegables, son creativos, sensibles y profundamente empáticos con las causas sociales, pues crecieron en un mundo donde la diversidad se convierte en un valor y la inmediata exigencia en una virtud, de tal forma que no conciben la espera, el esfuerzo sostenido, mucho menos comprenden el aprendizaje lento, con la paciencia que requiere la sabiduría. Lo quieren de forma inmediata y creen que lo saben todo, solo porque lo vieron en TikTok.
Entonces, hoy las y los “profes” se desgarran las ropa y andan bien ofendidos, arto dolidos, indignados, iracundos y todos bien deshonrados, caminando por la calle con su sarape de orgullo a cuestas; pero hay que decirles que no hay por qué tirarse al piso y hacerse la víctima de las nuevas generaciones, de ninguna forma. Bájenle 3 rayitas y ocupen la experiencia acumulada.
Porque son precisamente estas mujeres y hombres experimentados en la academia, la vida profesional y hasta en la cotidianidad, quienes tienen también la capacidad para comprender la situación de un adolescente y lo que incluso la palabra misma incluye en su definición. También (hace 30 años o más) ellos fueron jóvenes y adolescentes, inexpertos, idealistas y también se creían revolucionarios. No se hagan.
Pero qué tal cuando esa seguridad adolescente se convierte en soberbia, cuando un alumno desafía al profesor no por un argumento sólido, sino por la convicción de que la información en su teléfono es más valiosa que la memoria de quien ha dedicado décadas a su oficio y se respaldan en intentar creer que el conocimiento está al alcance de un click, pero no siempre (y no todos) entenderán que la sabiduría se construye con años.
La inmediatez como trampa
Las generaciones anteriores aprendieron con ensayo y error; la paciencia era una virtud, pero hoy la frustración aparece en segundos cuando un video de YouTube no responde las dudas más absurdas en menos de un minuto y entonces se procede a estar cambiando de red social, navegador o inteligencia artificial, hasta que deciden olvidar por completo de forma disruptiva el episodio y si un profesor les exige análisis o profundidad, lo consideran innecesario “¿Para qué razónar si Google ya tiene la respuesta?”
Pero hay un matiz que suelen pasar por alto, el conocimiento sin contexto es información hueca, que saber la teoría no es lo mismo que entenderla, que leer sobre un tema no equivale a dominarlo (si es que lo leen) y que aunque la tecnología ha democratizado el acceso a la información, no ha sustituido la experiencia de quienes han aprendido no solo con libros, sino con la vida misma, con entereza, dedicación y entendiendo que ese era el proceso necesario, indispensable, fundamental y del que no importaba nada más que aprender y hacerlo también de quienes les antecedían en experiencia, con respeto y admiración.
Es cierto que las generaciones previas también tuvieron sus defectos y que la autoridad mal entendida de aquellos tiempos llevó a dogmas rígidos y enseñanza vertical, pero si algo les permitió crecer fue el reconocimiento de que siempre hay alguien que sabe más y se le respeta, entendiendo que la humildad para aprender es la base de cualquier avance.
El problema de la Generación Z no es su acceso ilimitado a la información, sino su resistencia a aceptar que el conocimiento no es lo mismo que la comprensión; que un tutorial no reemplaza a un maestro, ni un hilo en la red social X equivale a una conversación con alguien que ha vivido lo que ellos apenas están comenzando a descubrir.
La paradoja del cristal
Se dice que esta generación es frágil, pero la fragilidad no está en su sensibilidad, sino en su intolerancia a la crítica. Quieren ser escuchados, pero rara vez aceptan la corrección. Se sienten incomprendidos, pero pocas veces se detienen a comprender, menos a discernir.
Creen que el mundo debe adaptarse a ellos, sin preguntarse si ellos también deben hacer el esfuerzo de adaptarse al mundo y aquí radica la mayor contradicción pues buscan cambiar la realidad sin conocerla a fondo para después indignarse rápido cuando alguien les hace ver la necesidad de profundizar en sus pensamientos, en su lógica y en la razón.
Denuncian injusticias, pero a veces ignoran los matices; se movilizan con fervor, pero pocas veces con paciencia. No entienden que la historia no se reescribe con un post, ni que la autoridad se derrumba con memes.
No se trata de descalificar a la generación Z ni de idealizar a las anteriores ¿quién quisiera algo así? ¿quién tiene esa autoridad académica o moral suficiente? no hay juicio ni enjuiciados, sino una libre expresión del pensamiento a partir del uso responsable de adverbios, de verbos y sustantivos, antes que de adjetivos tan poderosos que puedan romper un fino cristal.
Se trata de entender que toda evolución necesita bases sólidas, donde la innovación sin aprendizaje se convierte en improvisación, la crítica sin argumentos en ruido y el conocimiento sin humildad en simpleza y vulgar arrogancia.
Las aulas no deben ser trincheras donde maestros y alumnos compiten por ver quién sabe más, sino espacios de encuentro donde la experiencia y la innovación se complementen para que la rapidez de los jóvenes se combine con la profundidad de quienes han recorrido el camino de la profesionalización.
Y es que la verdadera inteligencia no está en saberlo todo, sino en reconocer cuánto nos falta por aprender.
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