Dice la sabiduría popular que hasta un reloj descompuesto marca la hora correcta dos veces al día y en este espacio, en el que regularmente se ha criticado con dureza, pero con sustento, al presidente norteamericano Donald Trump, ahora toca dar la razón a su Administración en lo que a la remoción de las barreras no arancelarias se refiere.

En términos generales, se habla de barreras no arancelarias cuando se recurre a un mecanismo diferente de los aranceles, para lograr el mismo objetivo que tienen estos: impedir, o por lo menos encarecer, la entrada de productos extranjeros a una determinada economía.  A lo largo de la relación comercial entre los EE.UU. y México se ha recurrido en distintos momentos a este tipo de mecanismos, como cuando los norteamericanos acusaban la muerte de delfines en las redes de los barcos pesqueros mexicanos, para impedir la entrada de atún mexicano a su mercado.

Eso sí, al igual que los aranceles convencionales, su efecto termina por perjudicar a la economía que los impone más de lo que la ayuda, pues los consumidores de esa economía son quienes terminan por comprar productos más caros y, muchas veces, con una menor variedad o, incluso, menor calidad; asimismo, la generación de riqueza en ambas economías (la que impone las barreras y a la que le son impuestas), pierde dinamismo.

En este sentido, y en buena lógica, la demanda por evitar del lado mexicano cambios sorpresivos en las “reglas del juego” con las que operan nuestras aduanas o con las que el SAT calcula y cobra impuestos, que se agilicen los pagos transfronterizos, que sea más rápida la obtención de permisos (la COFEPRIS, de la Secretaría de Salud Federal, por citar un ejemplo dramático, tarda de 18 a 24 meses para autorizar la importación de medicinas o equipos médicos al país), que se utilicen criterios científicos concurrentes con los del resto del mundo para temas técnicos como el del glifosato o los transgénicos, que se agilice la obtención de patentes, se proteja la propiedad intelectual y la autoridad combata la piratería, tanto física como digital, no las deberían haber hecho los norteamericanos…

¡Las deberíamos haber hecho las y los mexicanos desde hace mucho tiempo!

A la economía mexicana la mueve el comercio con los Estados Unidos.  No es casual que las entidades federativas con mayores y más sostenibles tasas de crecimiento a lo largo del tiempo sean aquellas que más se han integrado al bloque económico de Norteamérica, mientras que las históricamente más pobres son las que no lo han hecho.  En este sentido, todo lo que frene o reduzca la certidumbre para que las y los mexicanos le compremos y vendamos a los norteamericanos y ellas y ellos a nosotros, atenta contra el crecimiento económico de México.

Las barreras no arancelarias que los EE. UU. piden se remuevan, dificultan el comercio binacional y, por lo tanto, atentan contra el crecimiento económico de México.  Aún peor, atentan también contra la generación de más y mejores oportunidades para más familias mexicanas.

En cambio, en lo que no se puede estar de acuerdo con el Presidente Trump, es en ir “pateando el bote” cada 90 días para temas comerciales.  Simplemente, no es tiempo suficiente ni para dar certeza a los mercados ni para hacer ningún tipo de planeación por parte de empresas tanto estadounidenses como mexicanas.

 

Donde hay que ir más lejos para no sólo señalar, sino condenar, tanto por los efectos nocivos en el entorno económico global como por una cuestión de principios, es la utilización de las barreras al comercio, por parte de la Administración Trump, para tratar de intervenir en la política interna de otros países, tal como se evidenció con el “castigo” de mayores aranceles por la decisión soberana de Canadá, Francia y Gran Bretaña de anunciar su reconocimiento al Estado Palestino o a Brasil por procesar legalmente a su expresidente, Jair Bolsonaro.

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