Cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador introdujo el término “aspiracionismo” en su narrativa política –que, por cierto, la palabra aspiracionista no existe gramaticalmente–, lo hizo con un matiz peyorativo y de manipulación. No se refería, López Obrador al deseo legítimo que puede tener cualquier persona de aspirar a mejorar la vida propia o la de la familia, sino a la búsqueda individualista, egoísta, de ascenso social a cualquier precio: sin compromiso colectivo, sin ética pública y, en muchos casos, en complicidad con estructuras de privilegio o corrupción. Eso desde la óptica del expresidente.
El término se convirtió en un recurso discursivo para diferenciar a quienes, desde la perspectiva Obradorista, se dejaban seducir por la promesa del éxito económico o del prestigio social al margen del bienestar colectivo. La palabra, cargada de crítica, le sirvió de manera maniquea a López Obrador para trazar una frontera discursiva entre el “pueblo solidario” y quienes privilegian el éxito individual como meta última. En esta visión, el “aspiracionismo” es casi sinónimo de clasismo. Un fenómeno que no solo separa a las élites del pueblo, sino que erosiona –por no decir que debilita y polariza–, la cohesión social que bien o mal tiene o tenía la sociedad en nuestro país. Lamentablemente el expresidente la utilizó para describir y asumir apriori que las personas que aspiran algo mejor lo hacen bajo una actitud individualista, clasista y consumista que, en su perspectiva política, alejaba a ciertos sectores sociales —en particular a las clases medias— de los valores comunitarios y de solidaridad que él pretendía reivindicar. Se alejaban de su origen.
López Obrador utilizó el calificativo de aspiracionismo como un reproche hacia quienes desean avanzar en la escala social. El debate, más allá de la palabra, se centra en lo que debiera ser la movilidad social de los ciudadanos. En un país, como el nuestro, marcado históricamente por la desigualdad, millones de ciudadanos legítimamente desean o aspiran progresar: estudiar más, tener un mejor empleo, un mejor salario, a tener más de “un par de zapatos” o más de “doscientos pesos en el bolsillo”. La gente aspira acceder a una vivienda digna, a mejores vacaciones, conocer el mundo o emprender un negocio. Ese anhelo difícilmente puede equipararse a una posición de clasismo, en el sentido que se propaga ahora. Aspirar significa también no conformarse en vivir en la “justa medianía”, que se continúa pregonando. “Aspiracionismo” y “Justa Medianía” van de la mano.
El aspiracionismo, en esta narrativa, no es simplemente el deseo legítimo de mejorar. López Obrador lo asocio en su concepto personal de “moral pública” con el individualismo. Lo mancomuno con la adopción de valores de prestigio, consumo y estatus social que en su lógica reproducían la desigualdad y desdibujan la identidad del “pueblo bueno”. Bajo esta lógica, aspirar dejaba de ser para López Obrador un derecho legítimo de anhelar o desear el progreso para convertirse en una forma de alineación hacia los valores neoliberales e individualistas sin sentido de solidaridad hacia el pueblo.
El expresidente Manuel López Obrador convirtió el término “aspiracionismo” en una de sus banderas discursivas más controvertidas. Lo usó para señalar a las clases medias que, según él, abandonaban sus raíces populares para abrazar el individualismo, el consumismo y la imitación de las élites.
Usted… ¿qué opina?… es legítimo aspirar a algo mejor o no. ¿Se vale?, desde luego. Pero aspirar con un sentido ético y de solidaridad social. Aspirar no es un pecado social.
La verdadera virtud que debe tener un gobernante no está en condenar al que aspira, sino en construir un país donde aspirar a más deje de ser privilegio y se convierta en un derecho de todos. Digo.