“El simposio” es uno de los diálogos platónicos más visitado por los escasos espíritus filosóficos de nuestros días. Es un texto bello, inagotable y que versa sobre el amor; preciado bien jamás ausente, pero sí oculto para los profanos (también la filosofía es ajena para los espíritus vulgares). En “El simposio” intervienen apenas una quinteta de personajes ilustres de la Grecia antigua que se reúnen para enaltecer las palabras del Eclesiastés: todo es vanidad, excepto comer y beber con los que se aman.
Uno de los invitados al banquete es Sócrates, a quien el anfitrión de la casa manda a buscar, pues la hora del encuentro ya ha ocurrido sin que el filósofo se presente. Presuroso, un esclavo sale al reino de los ignorantes y encuentra al invitado de honor afuera de la casa vecina. El lacayo le habla al sabio, pero éste no lo escucha, sólo permanece de pie, frente a la puerta. El siervo regresa ante su amo explicándole que el maestro lo ha ignorado y se ha quedado en la casa del vecino; el anfitrión no tiene más remedio que esperar a que su invitado acuda al simposio cuando sea tiempo de acudir al simposio.
Si bien la escena anterior pasa desapercibida para la mayoría de los lectores noveles, lo cierto es que es fundamental para entender el método por el cual Sócrates asimila y comprende al mundo. Cuando el filósofo está parado frente a la casa contigua no es porque haya errado en su andar, sino porque ha experimentado una disociación en la cual su cuerpo marcha automáticamente por un camino, mientras que su mente lo hace por otro más interior y elevado. Cuando Sócrates está absorto frente a la puerta no está viendo a la puerta con sus ojos de carne, sino observando al mundo con sus ojos inmateriales. Como un Cristo en el desierto, como un Siddhartha bajo el árbol, Sócrates, inmóvil, únicamente contempla.
Contemplar es la vía por la cual Sócrates recibe el conocimiento, el cual es necesario transmutar en ignorancia para llegar a la sabiduría. Otro pasaje del Sócrates contemplativo describe que una tarde éste llegó caminando automáticamente frente a un arroyo de agua ante el cual se detuvo clavando sus ojos en el cielo, y allí permaneció hasta el mediodía siguiente; el culto a los astros, a la luna y al sol era la silenciosa plegaria en la que el filósofo reconocía su insignificancia ante la gran obra que representa la naturaleza, manifestación sagrada que lo único que exige de sus criaturas es la observancia inmóvil.
Algunas preguntas surgen de los pasajes anteriores: ¿cuando Sócrates está de pie, frente a la puerta, qué miran sus ojos de carne y qué, los de espíritu? ¿Es la puerta cerrada del vecino una analogía de la puerta del conocimiento que todo iniciado busca abrir? ¿En dónde estaba el simposio, con el anfitrión o en los dones que la naturaleza ofrecía en ese momento? ¿Qué es lo que Sócrates percibía en la contemplación del cielo: el paso inexorable de los días o la lejana música de las esferas de la que Pitágoras alguna vez dio cuenta? Permanecer inmóviles y contemplar es la máxima virtud del espíritu cultivado.