Por Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
Hace tiempo que hemos enfermado, por la ausencia de amor, entre análogos. Esa es nuestra principal crisis, la que nos golpea en cualquier instante y por doquier. Únicamente nos movemos al dictado de los intereses del mercado, hasta el extremo de ser una pieza más del entramado de los negocios insaciables y corruptos. El dicho de “según lo que tienes así vales”, es la materialidad palpable. No se puede caer más bajo. Apenas nadie acompaña a nadie en los sufrimientos. ¡Qué difícil resulta soltar una lágrima por alguien! Se acrecientan los devotos del egoísmo y aumentan las divisiones. Los corazones son más piedra que latido y asistimos a una contienda de absurdos entre semejantes. Todo se compra y se vende, nada se dona, ni una mano tendida ni tampoco una caricia de perdón. Florecemos así de estúpidos. No hay nada en el astro más peligroso, que desmembrarnos de lo que somos y cultivar la maldad entre nosotros.

Olvidamos que, es la autenticidad de lo que entregamos a los demás, lo que verdaderamente nos sana o nos aniquila. Cierto, amar hasta volver amigo al enemigo, no deja de ser el punto más alto de ese poema gozoso, pletórico en salud, que es lo que en realidad nos trasciende y enciende las pupilas del alma, para concluir en un armónico oleaje de dichas que nos abracen y cautiven. Por tanto, es ese mundo de los afectos verdaderos los que nos dan subsistencia, y energía en abundancia expansiva e inclusiva, lo que incluye las relaciones con la naturaleza de la que formamos parte. Sin esta inspiración de apegos y simpatías en bloque, nada se sostiene, mientras la indiferencia toma posiciones ventajosas que nos deshumanizan por completo. Precisamente, el coronavirus nos está dando su gran lección, al mostrarnos que el efectivo bien, para cada uno, viene de la mano de un don colectivo; y, viceversa, esa ofrenda común con la que tanto se nos llena la boca, también es un verídico acorde para el individuo.

La apuesta por una sociedad saludable, esa que por sí misma nos merecemos, es la que cuida de la salud mental y física de lleno. Desde luego, el ser humano se hace más humanitario en suma, en la medida que el propio bienestar lo abre a todos, lo comparte, y hace la existencia más fácil para sí y para los que caminan a su lado. Dejemos, por consiguiente, que el verdadero amor nos enraíce, más allá de nuestras fronteras y de los frentes suscitados. Activemos, en todo momento, la cultura del abrazo. Regresemos a lo que obramos, al cultivo de la palabra y del entusiasmo. Orientemos, además, nuestros desvelos diarios hacia esa entrega generosa; será una forma de crecerse, de recrearse y de vivirse. En consecuencia, no podemos continuar vendiendo nuestro propio sustento existencial, a un ejercicio de desamor permanente, de irresponsabilidad de derechos y obligaciones, de ineptitud incesante a gobernarse en paz.

Consumados estos desajustes que comienzan en el mismo hogar, refugio pesaroso como en ningún otro tiempo, al quebrantarse cada tipo de vínculos naturales, abandonados a las miserias de los deseos y las circunstancias. Verdaderamente, nos llama la atención, que las rupturas se produzcan muchas veces entre gentes mayores que buscan una especie de absurda emancipación o segunda juventud y repelen, sin embargo, el ideal de envejecer juntos sustentándose y sosteniéndose recíprocamente. Por desgracia, las crisis matrimoniales frecuentemente se afrontan sin diálogo sincero, sin la valentía de la paciencia necesaria, de la reconciliación y del perdón, porque en realidad no hubo amor del de verdad. De igual forma, cuesta entender que a muchos jóvenes, esta misma sociedad incoherente, les prive de formar una familia, negándoles oportunidades de futuro. Bajo esta mentalidad contradictoria, que todo lo confunde, llegando a difundir el propio malestar como algo natural, la inhumanidad se nos sirve en bandeja.

Sea como fuere, es una verdadera desgracia no saber amar, por no haber amado jamás. Resulta inquietante que realmente no se ponga de relieve la importancia de esa comunión de amor certero, entre la población humana, al menos como inicio de sanación de savia. Al fin y al cabo, lo importante no es padecer, sino compadecer; aceptarnos y ponernos en actitud de servicio, curando la envidia, sin hacer ostentación ni ensancharse como dominador, sino con sentimientos de humildad, tornarse amable y desprendido. Desde luego, pertenecemos a una historia colectiva que ha de fraternizarse pulso a pulso. Por ello, todas las raíces son necesarias, no podemos destronarlas de nosotros. Unidos haremos esa balada conjunta de interminable luz y enternecida eternidad. De lo contrario, el virus de la muerte nos destruirá poco a poco y no conseguiremos renacer ni transformar el mundo; porque la señera fuerza y la única evidencia que nos transfigura, es el amar en su conjugación más poética. Justamente, queriendo de veras, dejaremos de utilizarnos unos a otros; encontrando en la placidez del similar, nuestra propia tranquilidad.

Víctor CORCOBA HERRERO / Escritor

corcoba@telefonica.net

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