Pablo Eliseo R. Altamirano
No el hombre, la palabra. Tiene la voz el primero, el destino la segunda. A ésta se entrega él. Seguimos su senda. Ella es el principio, el horizonte y el centro desde donde se mira. A ningún lado vamos nosotros, nos movemos en la ínsula de su dictado, ahí tenemos hospedaje, es nuestro lugar. Nadie puede salir de ella sin perder el humano modo de ser. Huirle es huirse, escapar de la distinción que nos singulariza como especie y nos deja ser hombres (digo hombre distinto a decir varón, apegado a homine correspondiente a humus, de donde también surge humano y no fuerza o valentía como es el caso de la raíz de varón).
Nos tiene la palabra –no al revés–, nacemos en ella, le servimos. Resulta ingenuo trazar proyectos o definir objetivos para dar sentido a la vida si se ignora que la palabra es el límite de lo decible o bien de lo observable, de lo que puede ponerse en el horizonte del advenimiento. Sabido es que únicamente puede proyectarse hasta donde se alcanza a ver. ¿Cómo lanzar para querer traer lo inobservable, lo que no puede saberse en el acto de proyectar? Aunque ello no exime al proyectista de pescar sombras o relámpagos hasta entonces desconocidos.
La palabra que se lleva en el habla es quien proyecta, no los anhelos del hombre. Estos muchas veces, sin saberlo, están fuera de la ruta que marca la palabra en boca del hablante. No es del hombre el poder de destinar, eso le corresponde a quien marca, es decir, a quien señala: la palabra, y por duro que esto parezca, es verdad. Sin embargo, quien habla convoca, esa es nuestra gracia y virtud, podemos o no hacerla venir, escucharla o desoírla, darle presencia u olvidarla. Necesita voz la palabra, carece de esa virtud, enmudece sin el hablante. Actualiza y despliega su potencia en presencia del decir. Por tal, urge despertar ante las palabras que direccionan, para aclarar la ruta por donde nos llevan y saber si la necesidad exige ceñirlas fuerte al lenguaje o bien apartarlas de la voz. Evitar no se puede que vayan al frente, pero sí optar de entre ellas por las que urge nos guíen.
En el registro del porvenir, no hay “nuestras metas” ni “nuestros propósitos”, sólo palabras que también son banderas y faros, que en la trama textual de lo cotidiano mantenemos actuales, que hacemos presentes, a las que nos entregamos, elevamos en astas y torres para ampliar sus alcances. O, por el contrario, las que olvidamos sacando del discurso, descuidamos, acallamos o expulsamos. Entonces, más que objetivos y proyecciones, el hombre tiene destino, y lo tiene porque habita en la palabra, sólo por eso.
Sin embargo, que las palabras destinen no significa que quienes las siguen e invocan conozcan su verdad o estén conscientes de su fuerza y carácter, de su trascendencia y mucho menos de su poder y actitud envolvente; en apariencia sumisas y dispuestas al servicio del hombre, en realidad gobernantes. Su fuerza no es como la del viento, más bien como la del hilo que desde la tierra atado a la luna le impide a ésta irse o agolparse. Tan fino y sutil es su poder y por ello imperceptible, pero existente. Con disimulo sin fricción se imponen, permanecen invisibles y multiformes. Adoptan el tono del hablante, las facciones y robustez o dulzura de cuanto actor se hace presente. Parecen no verse ni sentirse porque se adueñan de la apariencia de lo sensible, empero son ellas las que dirigen.
La palabra, según la mística cristiana, es luz y verdad que crea y guía; logos y rayo rector de acuerdo al pensamiento heraclíteo; regalo sin el cual las cosas faltan siguiendo a Stefan George. En general, la palabra una vez adoptada, dados a ella, arroba al alma y la lleva a sus parajes, ahí encanta y sólo puede alejarse de sus favores o inconvenientes quien deja de nombrarla, escucharla, repetirla. De acuerdo con las palabras de que se trate, en general destinan permanencia o destrucción, existencia o extinción, renovación o decadencia. Estamos, en sus manos, eso es ineluctable y no hay problema en ello, la cuestión radica en el lado hacia donde apuntan las que pronunciamos.
Es preciso acotar que la palabra no es relativa ni subjetiva, a pesar de poder situarse en infinitas posiciones y relacionarse con un sinfín de asuntos; mas, eso no la relativiza. Igualmente, la palabra puede significarse según las incalculables experiencias e interpretaciones, de acuerdo a vidas y momentos sufridos, pero ello tampoco la subjetiviza. Las palabras son indicadores no dependientes del lugar, del conocimiento o del entendimiento; su noción base permanece en todos los casos.
Palabra, presencia inasible; el diccionario aspira a marcar los límites de su extensión, mientras que voz y escritura la hacen sentir en el nombrar y llamar. La convocan al acto, a través del cual adquiere presencia concreta. Pero en ningún caso se la toma, sólo se le atiende. Es, dicho por Heidegger en Carta sobre el Humanismo, la casa donde habitamos, el paraje donde se regodea o padece el residente. Establece perímetros a la realidad, le da forma, mas no la crea. Distinto a como diversos constructivistas arguyen, pero sí reúne y separa, marca distinciones y semejanzas. Sin la palabra, la realidad no es más que un macizo indistinto, mudo e indecible.
La palabra, al invocarla convoca…
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