«Nuestra inquietud se explica. Contagiados, espoleados, padecemos aquí en América urgencia romántica de expresión. Nos sobrecogen temores súbitos: queremos decir nuestra palabra antes de que nos sepulte no sabemos qué inminente diluvio». ¿Pero cómo invocar aquello que nos bulle por dentro sin recurrir a la cárcel del lenguaje? Nuestra carne fue moldeada con el fuego de la mezcla condenando a la última cámara de la torre de Babel los lenguajes secretos de la raza de bronce. Cuando decimos nos aniquilamos en el pozo de la palabra.

Hablando en términos artísticos ¿qué es la innovación? Centrándonos en la literatura ¿qué es la originalidad? ¿Existe, acaso, una voz propia para cada sociedad? Ya Aristóteles había reflexionado en su “Poética” el asunto de la expresión artística, siendo resultado ésta de un proceso de imitación. Fue con él y con su maestro Platón como se asentaron en Occidente los cánones de la expresión humana, sin embargo, con cada período histórico surge un movimiento estético que revitaliza o condena la perspectiva clásica del arte.

Casi olvidado en la literatura hispanoamericana, Pedro Henríquez Ureña fue uno de los pocos espíritus del siglo XX que dedicó su tránsito vital a recuperar los ideales filosóficos y ontológicos de la hélade, pero enfocados a una sociedad muy distinta a la Europea: la latinoamericana. Escrita en 1926, su conferencia ‘El descontento y la promesa’ es de la que se ha extraído la cita inicial, cuya idea central es la reflexión en torno a cómo lograr una literatura latinoamericana que posea una identidad propia. El trabajo de los escritores americanos no es sencillo, pues la lengua española, por el simple hecho de hablarla, nos enmarca en una tradición occidental.

Henríquez Ureña nació en República Dominicana y fue siempre un filólogo nómada. Se formó académicamente en Cuba, México, Estados Unidos, Francia, España y Argentina, siendo ésta última donde moriría sin el reconocimiento que se merecía. Trabajó para la universidad de Buenos Aires por dos décadas como profesor adjunto; Jorge Luis Borges en un prólogo que le dedicó a su obra crítica dijo que la envidia es la casa de los mediocres.

Si el modernismo de principios del XX había alzado la voz en favor del arte por el arte, el sentimiento unitario latinoamericano de Henríquez Ureña llegó para romper con las cadenas estéticas que apesadumbraban a los poetas americanos. A diferencia de los modernistas, Henríquez se preocupaba por el otro, ese otro que también era el mismo como latinoamericano y cuya voz sólo podía estar al nivel del antiguo occidente si era trabajada con disciplina: «Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión sino uno: trabajada hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección».

En algún punto de estas líneas recordábamos el canon bajo el cual se erigió el arte clásico, decíamos que la imitación era su motor, pero no afinábamos cuál era su fin, sencillamente la trascendencia ontológica. Preocupado por la industrialización urbana, Henríquez distingue entre dos tipos de arte: uno que aspira a la reflexión trascendente del individuo, y otro que aspira al juego, a un entretenimiento que por muy sofisticado que sea no puede derivar sino en hastío. Existen ciertas luces que nos dejan ver que la literatura latinoamericana ha moldeado una voz única en Occidente, sin embargo, la tarea no está completa, pues todavía no hemos comprendido el sentido profundo que el arquetipo clásico y la revolución, productos de Italia y Francia, representan.

Latinoamérica es hija del sometimiento, de la violencia y de la imposición, pero también Grecia, al igual que esa ciudad eterna llamada Roma y que hoy se esconde en nuestra lengua.