La sabiduría popular dicta que para ser abogado hay que parecer abogado. Esto es, tener el conocimiento jurídico pero también la apariencia, según nuestros estándares tradicionales. Esa visión de la vida abonó en cierta medida a crear estereotipos y modelos que poco a poco se han ido diluyendo. Pero insisto, hay veces que ayudan a formar una primera impresión.

Bajo este tenor, lo que tenemos en México desde hace unos meses es una figura (presidente electo, según la formalidad) que no es – todavía – ni parece, presidente constitucional. También bajo los modelos que teníamos construidos desde hace tiempo.

Este nuevo presidente rompe varios esquemas; y muy pronto impuso su “estilo personal de gobernar” como escribió un gran analista de la política nacional, Daniel Cossio Villegas. Pues bien, López Obrador futuro presidente de México no parece ni pretende parecer un presidente al estilo del régimen político post revolucionario.

Esta realidad tiene una perspectiva positiva. Según se entiende, el mandatario que pronto tomará protesta busca romper viejos esquemas preestablecidos e imponer una nueva forma de gobernar. En su intento, como era de suponerse, se confronta con una larga serie de prácticas, formas y costumbres que se habían tomado como naturales.

Pero también, hay que decirlo, el presidente electo al romper estos esquemas se encuentra con una perspectiva negativa que llena de nubarrones la realidad. Es decir, en su afán de romper con lo viejo de inmediato no está dando tiempo para tomarse en serio los cambios que pretende impulsar.

Dicho en blanco y negro, esa nueva forma de tomar decisiones desde el ejecutivo (realizar encuestas) es tan nueva que no permitió madurar bien la idea que las motivó ni tampoco dio tiempo de socializar los beneficios o prejuicios de esta medida de democracia participativa.

En otras palabras, López Obrador sin ser presidente quiere lograr cambios tan significativos que cuesta trabajo asimilar tantas mudanzas. Por principio de cuestas habría que decir que pasamos por una situación sui géneris. Esta transición política a nivel nacional ha dejado tantas enseñanzas que vale la pena desmenuzar con calma los detalles (de hecho ahí está el secreto de la cuestión: en los detalles).

Ha caminado con éxito (aparente) el cambio de poder con la buena voluntad del presidente Peña Nieto y López Obrador. A los dos se les nota cómodos. Sin rencores. También a los funcionarios de primer nivel que negociaron el TLCAN y que se hicieron acompañar de los futuros responsables de la economía nacional en el gabinete del presidente electo, se les nota plenos y trabajando en equipo. Lo mismo el Secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray parece muy bondadoso al reconocer los méritos de quien fuera hace poco un rival político. En fin, reina la cordialidad en aquellos que se van y los que llegan al poder.

Lo anterior, vale la pena mencionarlo porque las personas (en general) parecían tener incertidumbre (real o alimentada por algunos) de que el inicio de la administración de López Obrador sería catastrófico. Nada por el estilo. Todo se conduce sobre algodones.

Pero cuando llega la hora de las decisiones, el nuevo presidente anuncia una medida que no se parece en nada al modelo construido de López Obrador. Según dijo en los medios nacionales en estos días, no habrá persecución política a los ex presidentes. En particular para Peña Nieto, rival político hasta hace unos meses.

Muy por el contrario, el conciliador López Obrador aseguró que hay una especie de “borrón y cuenta nueva” por el bien de la nación. Para no confrontar y desestabilizar al país, aseguró. Esa declaración rompe con la imagen del beligerante luchador social que bloqueaba calles, carreteras y pregonaba fraudes electorales en contra de los que ahora quiere “perdonar”.

Vale la pena desmenuzar la iniciativa de “perdón para los políticos corruptos”. El nuevo presidente tendrá – seguramente – razones de peso para tomar. Pero el punto es que estamos frente a una mutación difícil de creer. El presidente electo no se parece en nada al candidato López Obrador con la espada desenvainada. Ese cambio es natural y necesario. Pero lo que puede estar en riesgo es que el presidente cambie tanto la esencia de su pensamiento y su actuar, que termine siendo una persona muy distinta a la que todos recordamos. Y por tanto, podamos afirmar que tenemos un presidente sin ser ni parecer.

 

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