Martha Canseco González

A principios de julio y luego de un año 4 meses de no viajar, me fui de vacaciones a Puerto Vallarta. La confianza de contar ya con todo el esquema de vacunación me lanzó a esta aventura de volar en plena pandemia. Con todas las medidas de seguridad, pero aún así nerviosa, me encerré en esa cabina con varias decenas de personas más.

Casi a punto de llegar a nuestro destino, una joven que apenas rebasaba los 30 años y que estaba sentada delante de mí, empezó a experimentar un ataque de pánico. Entre su papá y hermano trataban de calmarla, corrió al baño, regresó, quiso ir al sanitario una vez más. Ellos, lograron calmarla lo suficiente como para mantenerla sentada durante el aterrizaje, fueron los primeros en salir del avión rumbo al servicio médico del aeropuerto vallartense.
Reunida ya con el resto de la familia, me enteré que en otro viaje un pasajero sufrió ataque de pánico que requirió de atención médica en pleno vuelo.

Si esto le está ocurriendo a algunas personas adultas en los aviones atestados de pasajeros, me pregunto ¿qué pasará con niñas, niños y adolescentes que dentro de una semana regresarán a los salones de clases? De hecho, ya conozco el caso de una niña de 7 años que se siente “en la obscuridad”, así lo expresó, porque tiene miedo y tristeza a la par.

Es que, en este tema del regreso a las clases presenciales, estamos ante un verdadero dilema. Están aquellas alumnas y alumnos que tienen miedo de volver a la escuela ante posibles contagios y dejar el abrigo hogareño que durante los últimos 17 meses los cobijó. Pero también están aquellas y aquellos que simple y llanamente ya no aguantan el encierro y están desesperados por volver a su dinámica anterior.

En ambos casos, polos extremos, veo que su salud física y mental está en juego, pero que, para variar, con la niñez y adolescencia en desventaja social, la situación se ceba.

Entiendo que urge a miles de niñas y niños, sin conexión a internet, sin dispositivos móviles regresar a clases porque no las han podido tomar y su atraso es evidente.

Comprendo además que una muy buena cantidad de ese alumnado no tiene otra manera de llegar al colegio más que en el transporte público, con los riesgos que eso conlleva para todas y todos.

¿Están las autoridades escolares preparadas para los diversos escenarios que se podrían presentar? Sinceramente, no lo creo.

¿La SEP ha verificado acaso que los centros escolares tanto públicos como privados han adaptados sus instalaciones para garantizar la sana distancia? ¿Ya cuentan con la logística necesaria para evitar aglomeraciones en patios y pasillos?, ¿en caso de sospecha de contagio saben qué protocolos seguir para evitar la propagación?, ¿se han reunido con madres y padres de familia para saber su opinión respecto a las clases presenciales y tomar así buenas decisiones?, ¿ya tienen todas las escuelas del país instalados sus cercos sanitarios?, ¿ya sabe el alumnado las medidas que han de tomar cada una y cada uno de ellos para evitar el contagio?, ¿quién garantizará qué las cumplan? ¿están preparadas maestras y maestros para enseñar a grupos dispares en su aprovechamiento escolar?, ¿está el magisterio convencido u obligado a regresar a las aulas?

¡Deseo de verdad que no tengamos nada qué lamentar!

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