Mónica Teresa Müller
Aquél día, el sol brillaba con timidez. Las bandadas de pájaros migratorios adornaban el cielo dejando su adiós y el aire envolvía de prestancia cada recoveco.
A lo lejos se veía un hombre que llegaba desde lo alto de las rocas, donde el bosque marcaba su límite.
El brillo de sus ojos se ocultaba tras los párpados entreabiertos, que buscaban desdibujar los pliegues del entrecejo. Su piel estaba a minutos de fundirse con la noche.
De tanto en tanto, frenaba el paso y detenía su mirada en una finca que sería el final de su trayecto.
Nada se había interpuesto a sus deseos, ni nadie se había presentado para impedírselos. El Astur, como lo llamaban, guardaba de las sombras su perfil casi romano y marchaba cara al viento.
Le parecía oír la voz de la casa susurrándole silabeadas palabras de bienvenida. Ya estaba frente a ella. Se notaba que el asturiano respiraba con dificultad porque así lo demostraban las aletas de su nariz, que inspiraban y expiraban con premura.
El acceso principal a la vivienda se producía a través de la galería, que conducía a un gran patio donde la quietud se adueñaba de todo. Apenas unos metros, el corral, el huerto y los árboles frutales. El lugar formaba parte de los recuerdos que trataba de espantar con su andar de guerrero, al tiempo que se esforzaba por descartar las imágenes no queridas y preservar las perdurables.
El fin de año anterior, se enteró del engaño. Había concluido sus tareas en la mina antes de tiempo, por eso había llegado temprano a la casa. Y allí estaba el amor mentiroso, el que no imaginan los que aman en soledad, el que sería culpable de su pecado.
El camino se perdía al fondo, justo al encontrarse con la vivienda tan humilde como acogedora, cerca, una media tinaja profunda y panzuda hacía las delicias en jornadas de verano, cuando el calor azotaba. A la derecha la cuadra con infinidad de aperos de labranza.
El hombre tenía la camisa desabrochada y permitía ver, colgada de una larga y gruesa cadena, una medalla de la Virgen de Covadonga, La Santina
Miró la cuadra, la estructura que guardaba al cómplice de su desvarío, aquél elemento de sembradío que cumpliría con su demanda.
Fue el patio al que se llega luego de recorrer un sinuoso camino de guijarros, el que lo rodeó con olor a árboles frutales; allí, a la vera del campo sin labrar, el asturiano intentó matarse, pero cuando los rayos del sol no te señalan, es que la hora no ha llegado. Eso le sucedió al hombre al que el viento le cabalgaba sobre sus formas.
Aquél día 31 de diciembre, en el mismo patio, la mano del asturiano que portaba el elemento de labranza que le daría fin a su vida, se enredó con la cadena de la que pendía la medalla de la Virgen de Covadonga, su Santina.