Por: Mónica Teresa Müller
Un rayo le había quitado lo único en lo que creía: el amor. Deseaba que otros resplandores habitaran los cuerpos de otros hombres y lo acompañaran para pelear contra la injusticia que lo había herido. Ella y su niño habían partido al mundo de los ancestros.
Lo habían vencido en una contienda desigual. Pensó en la compañía de las hojas que permitían viajar, pero eso era para los mayores de la tribu.
Se miró en las aguas del lago. Estaba aterrado. El tiempo se escapaba con la simpleza de lo invisible, y entre sus brazos: la mujer y el niño.
Sus voces vagaban mudas por entre las montañas. Desde las cumbres le llegaban a él, nombrado Nehuen, los ecos de las risas de Mailen y Quimey. Él tenía las mejillas matizadas por el brillo de las lágrimas. Sentía crujir el silencio, mientras su pecho recibía los golpes de sus puños.
Los tres habían caminado entre los sonidos del viento y sintieron embeleso al mirar las alturas y los verdes de las laderas. De espaldas a la Luna, vieron serpentear sus sombras en los caminos y hasta se habían deleitado con el aroma del mar.
Kiyen, la diosa de su Luna, la de los antepasados, madre controladora de las aguas, los había protegido de las fuerzas malignas, pero la energía del mal, el Wesa Negen, había ganado la contienda.
El hombre se arrodilló junto a la mujer y el niño; oró para recibir ayuda, para poder mantenerse cuerdo en medio de la locura.
Era la época de la Luna del Portal de la Ruka, la primera de las trece. En la mañana de ese día, habían decidido recorrer las costas del lago para enseñarle a Quimey el arte de pescar y saber recolectar piedras para las puntas de flechas.
Tanto él como Milen deseaban que su hijo aprendiera las ceremonias, que enseñan el ritmo armonioso conectado con la naturaleza, el cuerpo y el alma humana.
El trayecto lo habían hecho bajo un baño de luz invisible y espiritual. De pronto, la tormenta y Wesa Negen aparecieron con la furia de su maldad. Habían ordenado a los rayos que cayeran como flechas sobre el camino por el que caminaban los tres. Uno cayó sobre el árbol bajo el que se habían refugiado de la lluvia, Mailen y Quimey. Todo había sucedido en una ráfaga del tiempo.
La Luna Llena iluminaba las aguas del lago, Nehuen besaba a sus amores, mientras oraba. La sensación de volar lo fortaleció, oyó los sonidos de la naturaleza, sintió placer con cada aroma, vio la inmensidad como pertenencia y le dio valor a la magia de la fe.
Con sus brazos extendidos y las manos abiertas rozando el haz de luz que llegaban desde el cielo, caminó por las aguas del lago.
Una llovizna los bañó bajo la custodia de su primera Luna. Los tres, tomados de las manos, continuaron el mágico camino.