Por: Alejandro Ordóñez

 

The long and winding road
that leads to your door
will never desappear
I’ve seen that road before
(Paul McCartney)
4. Largo y sinuoso camino
Somos malos -dice la gente-, tenemos pacto con el diablo y traemos la mala suerte a nuestros amos y a quienes se cruzan en nuestro camino. Se nos relaciona con la brujería y somos víctimas de ritos satánicos realizados, a veces, por esa misma gente que nos acusa y olvida algo: somos nocturnos, la luminosidad de los ojos nos permite ver cosas que escapan a otros animales y nos facilita su caza; también nos gusta aparearnos por la noche, maullar o chillar como si fuéramos niños recién nacidos, o hacer nuevas amistades y hasta pelearnos; los reflejos y la agilidad propia de nuestra raza han hecho crecer un mito: tenemos siete vidas, mas no sé si eso sea mentira; en mi caso, a menudo sueño cosas que nunca sucedieron o quizás sean reminiscencias de otras vidas. Tal vez ocurra lo mismo con los humanos, pero éstos tienen mala memoria y eso les impide aprovechar las experiencias de existencias pasadas.
Recuerdo un desfile militar, la gente se agolpa en las aceras para ver marchar a los gallardos hombres de la guerra. Levantan un brazo para saludar al gobernante y un ¡Sieg Heil! atronador irrumpe en el espacio; por los altavoces se escucha la hipnótica voz del dictador: Somos la raza aria, la raza superior, hecha para conquistar al mundo, y un delirante ¡Sieg Heil! ¡Sieg Heil! ¡Sieg Heil! surge de la muchedumbre. Mi ama, una rubiecita de ojos azules -me lleva en brazos-, al escuchar lo anterior tiembla y abandona precipitadamente el boulevard. Tiempo después todo es confusión, la gente corre presurosa bajo las órdenes imperiosas de los soldados, se escuchan silbatos, una campana y el golpe al cerrarse las puertas de los carros de carga donde estamos hacinados; la máquina se pone pesadamente en movimiento y se escucha cómo va acelerando su paso sobre los durmientes:
Chucu chucu, chucu chucu chucu chucuchucuchucu ¡uuuuu!
Y una densa nube de humo negro se cuela entre las hendiduras del vagón sin ventanas; días después esos espacios serían peleados por los hombres que golpeaban hasta a las mujeres, para apropiarse de ellos y respirar por las rendijas tratando de escapar de los nauseabundos olores que nos envuelven, pues en uno de los extremos del vagón se acumulan excrementos, orines y hasta los cuerpos de las personas que no soportaron el largo viaje. Luego la llegada a la prisión, uno de los militares señala a algunas personas, de entre esa larga fila, y la gente no sabe qué será mejor, si ser seleccionado o pasar desapercibido, aunque a los elegidos no los volveríamos a ver. Después la bienvenida a la barraca, de un nutrido grupo de viejas cadavéricas, piojosas, chimuelas, todas con algo en común: cosidas en las mangas deshilachadas de sus andrajos, una estrella amarilla. La rubiecita ojiazul no se separa de ti, comprendes que eres su única posesión en ese mundo tétrico e inmundo. De madrugada, cuando todavía no aclara, las forman y las llevan caminando entre la nieve hasta el sitio de trabajo, de donde sólo vuelven poco antes del oscurecer, para recibir una apestosa comida, de nauseabundo sabor. Al ver a la rubiecita tan demacrada y flaca descubres que está muriendo de inanición, decidida a salvarla recuerdas que eres felina, revive tu instinto feroz, sales de cacería varias veces por las noches y a cada viaje regresas con comida, a veces liebres, conejos, topos y a menudo ratas, horribles por su aspecto y olor, pero nutritivas, las ancianas de las estrellas amarillas te agradecen y preparan la comida. La rubiecita se resiste a probar, al fin se resigna y acepta -no hay otro alimento-, pasadas las semanas sus mejillas recuperan el tono rosa. Sin proponértelo te has convertido en un miembro importante de esa comuna de las barracas. Una madrugada, el capitán forma a las prisioneras, selecciona a algunas, entre ellas a la rubiecita ojiazul y se las lleva, intentas seguirla, las ancianas te detienen, si te descubren te echarán a sus perros asesinos y te destazarán en segundos. Aguardemos, dice la más vieja, algunas regresan después de un tiempo, oremos para pedir por su regreso. Días después los guardias la llevan sobre una camilla, la sueltan de cualquier forma sobre el helado suelo de la barraca y se largan. Se acercan las mujeres, la suben a un camastro, la cubren, la miman y la obligan a beber algunos sorbos de reanimante consomé. Lames su mano, abre los ojos, te reconoce, quiere decir algo, sólo sale un lamento desgarrador de su garganta y sus ojos se llenan de lágrimas. Esa misma tarde aparece un joven de uniforme gris, carece de permiso para estar ahí aunque parece no importarle los riesgos a los que se expone. Saca de su botiquín gasas, desinfectantes, medicinas, y la cura, para colmo trae chocolates para la rubiecita, todo un lujo en ese mundo, ella sonríe y acepta el regalo. Para entonces has aprendido a robar la carne fresca que comen los demoniacos perros que custodian el campo. Llegas con la oscuridad, cuando hacen sus rondas y su campamento está vacío. Cometes varios errores, primero no descubrir que el líder de la jauría no salió; y segundo, escoger el trozo más grande de carne, lo que te impide llegar a la parte superior de la barda, resbalas y caes al lado del sanguinario carnicero. Te atrapa entre sus fauces, agita la cabeza para desmembrarte; tú, dispuesta a vender cara la vida, destrozas su cara con fieros zarpazos, pero no puedes más; de pronto se incorporan a esa desigual batalla, tres auténticas fieras que con mordiscos, araños y gruñidos obligan al perro a soltarte. Te alejan de la zona de peligro y uno de ellos corre a avisar a las mujeres, quienes al fin comprenden y van por ti. Ese mismo día el jovenzuelo que visita a la rubiecita cose la enorme herida de tu vientre y te salva. Ya recuperada, decides presentarle a la rubiecita ojiazul, a tus compinches; ella, al verlos, les habla con cariño y los anima a acercarse, sin importarle sus piojos y la sarna. El primero en animarse es el enorme gato negro, jefe de esa banda de facinerosos. ¿Cómo te llamas, chiquito? Le pregunta. ¿No lo sabes? Te llamarás Sombra, y Sombra, el gato abandonado a su suerte, sonríe, comprende, ahora tiene un hogar, una ama, y un ¡nombre! Se acerca el gato dorado, te llamarás Allan y el último, el atigrado, para ganar su simpatía maúlla en distintos tonos, mira nada más qué voz tienes criatura -le dice-, serás Caruso. Y así la proveeduría de la barraca se multiplica por cuatro, pues cuatro valientes cazadores se encargan de llevar carne a la rústica cocina del barracón.
Las breves visitas del joven se repiten a diario, siempre bajo la mirada vigilante y desconfiada de las del bando de la estrella amarilla que han acogido a la rubiecita como si fuera su propia hija y no permiten a esa relación cambiar de tono. Una noche llega el joven de la guerra, viene abatido, su tez habitualmente pálida luce ahora colorada, de seguro no ha parado de llorar desde hace horas. Al verlo, la rubiecita corre a abrazarlo, se alejan unos metros y poco después también ella llora. Las viejas sabias comprenden todo, recolectan los hilachos con los que se cubren para dormir e improvisan un refugio al pie de los únicos dos árboles del sitio, la jefa de la comunidad llama a la rubia, musita algo en su oído y se meten al tejabán para dejar sola a la pareja. Sólo estamos como testigos los de la división felina, tú también ordenas abandonar la plaza, lo has dicho antes, los gatos somos muy discretos y no nos gusta entrometernos en asuntos ajenos. A punto de clarear, la pareja se despide en medio de un llanto incesante, varias veces voltea agitando la mano para decir adiós, antes de desaparecer para siempre. A pesar de la hora, los oficiales no llegan, la más vieja propone iniciar la marcha, ya las alcanzarán cuando lleguen al sitio de trabajo. Te opones, pides a la rubia que aguarden hasta saber lo que ocurre, acceden, se sientan a esperar en los durmientes de las vías. La compañía de espías gatunos parte a investigar qué sucede. Al regreso las hallamos en el mismo sitio, no se han atrevido a moverse por miedo a hacer enojar a sus captores. No hay peligro, les dices, no hay hombres de gris en el campamento, se han ido, vinieron camiones por ellos, sólo dejaron enormes fogatas donde arden documentos. Vámonos, huyamos antes de que lleguen los reemplazos, ellas se niegan, temen las represalias. Tu instinto felino te dice que es el momento o no será nunca, pagaremos caro si no huimos a la brevedad. La más vieja toma la palabra. ¿Huir? ¿Adónde? Si no sabemos ni en qué país estamos, ni en qué sitio, ni qué peligros nos aguardan allá afuera, como sea aquí tenemos un techo y algunos alimentos para subsistir, si huimos ahora, nos alcanzarán tarde o temprano y sus perros asesinos nos desmembrarán aún con vida. Transcurren dos días, sin novedad, al hacer los recorridos vemos a lo lejos una caravana de tanques, camiones y cañones, es el temido reemplazo. Deciden aguardar dentro de la barraca. La división gatuna se mantiene activa y está al tanto. Se detienen frente a la barraca, preguntan a gritos si hay alguien adentro, ordenan salir en fila, con las manos en alto, cualquier acto de resistencia será severamente castigado. Así lo hacen, la tropa, al ver a esos cadáveres vivientes, a esas mujeres cuyos huesos están pegados a la piel, palidecen y algunos no pueden contener las lágrimas. ¿Qué es esto? Grita su general, ¿cómo fue posible esta infamia? ¡Malditos! repite incrédulo. Las suben en sus camiones y se pierden por la brecha de terracería.
Catedral de San Pablo, cerca del Támesis. Deslumbra el fasto de la corona inglesa, su solemnidad, etiqueta, elegancia extrema. La boda del siglo, le dicen. La novia más linda que se recuerde. Carlos de Gales desposa a Diana Spencer, los ciudadanos se agolpan a lo largo del recorrido para ver fugazmente a los novios, la inocencia de la novia los conmueve, la indolencia del novio les indigna y las sonrisas estudiadas y frías de sus altezas reales sólo merecen el desprecio. Lady Di, como la bautiza el pueblo, -a quien le importa poco que por matrimonio se haya convertido en la princesa de Gales-, la venera; y esa joven considerada en la corte como una advenediza se gana pronto el cariño de propios y extraños, besa y abraza a niños con sida, ve por los desposeídos y los miserables, acude a los hospitales, consuela a los moribundos y le roba el corazón al pueblo, pronto es conocida como la reina de corazones, mas los cuentos de hadas duran poco y si bien, por cosas de la monarquía y de la vida ha dejado de ser princesa, al ciudadano de a pie le vale un comino y aumenta el fervor por ella, hasta que una madrugada, en el Túnel del Alma, en París, sufre un accidente en condiciones extrañas. Pronto el sitio donde murió se llena de dolientes y de flores, lo sabes porque con tu ama, una rubia de ojos azules, lo has visto. Después son pocos los recuerdos, el vértigo clavado, la sensación de pinchazos en todo el cuerpo, gritos de angustia, voces que claman por ayuda, luego una lámpara rompe la oscuridad e ilumina tu rostro antes de perderte para siempre y una densa neblina te envuelve.
Llegas al castillo ducal por simple coincidencia o porque así lo dispusieron los hados. Abby ofrece un banquete a sus amistades, los comensales disfrutan de una opípara comida ofrecida en los jardines. Apareces como lo hiciera Venus saliendo de una concha, -la culpa es de Botticelli-, caminas con la majestuosidad y la elegancia de una reina frente a sus súbditos, Charles, el mayordomo, trata de detenerte, la condesa se lo impide; tu pelambre, recién bañado, luce más blanco, más sedoso y brilla como nunca, traes un delgado collar rojo del que pende un cascabel cuyo sonido atrae las miradas de la gente. Te detienes frente a ella, pides que te cargue, ya en sus brazos buscas su oído como si quisieras decirle un secreto, ¿tal vez se lo dijiste? al fin de la comida los invitados hacen fila para conocerte, aspirar tu perfume y acariciarte; una señora pregunta tu nombre, Abby se descontrola, te ve a los ojos -asientes- Se llama Christie, la gata Christie. Desde entonces comparten el lecho y pronto recuerdan las claves para comunicarse. Dueña de la situación te apropias del jardín, donde ocurre algo que cambiará tu vida para siempre. Estás echada sobre el césped esmeralda, de pronto una pandilla de rufianes brinca la barda y se dirige amenazante hacia donde descansas. Se nota que son pandilleros de barrio, truhanes, cínicos, sinvergüenzas. Vienen famélicos, sarnosos, piojosos, apenas te ven bufan con la fuerza de un tigre, se esponjan y te rodean amenazantes, adelantas tus patas delanteras y descansas el pecho sobre el pasto en señal de sumisión, el jefe de la gavilla se acerca, a pesar de sus desgracias y penurias no deja de ser imponente, más que un gato parece una pantera, te incorporas, le das varias vueltas y lo lames a pesar de estar infestado de sarna, hechas las paces los conduces hasta tu plato lleno de croquetas; no les hacen mucha gracia, sin embargo las devoran como vikingos o cosacos, les muestras el saco que contiene el alimento y sin consideraciones ni pedir permiso lo atacan, después del atracón los llevas a la fuente para que sacien su sed. Satisfechas las fieras, decides presentarles a tu ama, van a su despacho. Entras primero, le explicas la situación y a continuación los haces pasar, uno a uno. Primero el jefe de los rufianes, quien se muestra feroz y pendenciero. Abby lo llama, lo carga y acerca su rostro al del felino. ¿Cómo te llamas?, pregunta. El gato lo ignora. ¡Sombra!, le dice, eres Sombra, ¿lo olvidaste? Al oír ese nombre el gato se estremece, sus ojos brillan de manera especial, como si recordara algo. Le sigue el gato que en sus buenas épocas fue dorado y ahora luce pardo por la mugre acumulada. Hola Allan, le dice en tono jovial, bienvenido a casa; luego aparece el miembro que faltaba: Caruso. No me digas que perdiste la voz, canta, deléitanos y el descarado actúa como si estuviera en la Escala de Milán. La dejas con la redacción de sus columnas periodísticas y conduces a la pandilla al jardín, ya ahí hacen un círculo y maúllan amistosos, Sombra te obliga -cariñoso- a recostarte en el césped; te gira y revisa tu cuerpo, al llegar al vientre se estremece, en sus ojos brillan dos gruesos lagrimones, lame la cicatriz, en toda su extensión, llama a sus compinches, te huelen, como si de pronto te reconocieran mueven la cabeza, al mirar tu vientre chillan, te abrazan y lamen tu cuerpo.
Podría decir que ahí termina esta historia, pero he de añadir algo. La condesa es una mujer púdica cuyo recato va más allá de lo normal, a pesar de ser una joven atractiva jamás la he visto en traje de baño o con blusas de manga corta o sin ellas; no he investigado este asunto pues como fue dicho, las gatas somos muy discretas y no nos gusta forzar a nadie para que nos cuente sus intimidades, mas he de decir algo importante. Es medio día, cosa inusitada, Abby sigue dormida. De seguro, por un descuido de Agnes, su ayuda de cámara, la cortina gruesa está ligeramente abierta y por esa rendija entra un rayo de sol que ilumina su antebrazo descubierto, no le das importancia, ves algo parecido a un tatuaje, te aproximas para taparla, es inevitable, observas un número diluido por el paso del tiempo, que te recuerda las marcas indelebles hechas al ganado, con un hierro ardiente. Te acercas sigilosa, está ahí el número 82428. Tratas de olvidarlo, no puedes, ahora no tienes duda, el día menos pensado, cuando lo considere conveniente, pedirá que la acompañes al cuarto de baño, te sentará en un sillón, se quitará la bata, después el camisón y ya desnuda te mostrará las cicatrices que corren a lo largo de su vientre, rescoldos de viejas, viejísimas heridas; le mostrarás la tuya, verá ese borde que divide casi en dos tu cuerpo, acariciaremos nuestras heridas, nos abrazaremos y dejaremos fluir ese llanto largamente contenido.