Por: Alejandro Ordóñez

5.​Agentes secretos de la corona.

Llegó Lady Margaret y como siempre causó alboroto en el castillo. Querida Abby, ¿te gustaría visitar unas ruinas mayas? ¿Has oído hablar del profesor Thompson? Sí, fui a todas sus conferencias mientras estuve en Oxford, querida, después de ellas conversábamos y tuve el honor de que me autografiara su obra cumbre, “Splendor and Decadency of Ancients Mayans”. No preguntes quién, pero una persona importante de la corte desea que seamos parte de “La segunda expedición inglesa en busca de la gran ciudad prohibida”. No lo repitas, pero vamos de espías, desconfían del jefe de la misma y de su geólogo, pero el jeque árabe que la patrocina los impuso como condición para aportar los fondos y como el proyecto será conocido en el mundo como “La segunda expedición inglesa…” no desean que algo pueda afectar el prestigio del país. ¿Y qué respondiste? Que aceptamos la invitación y agradecemos a su majestad la deferencia. Por cierto, la gente de palacio creyó importante que nos entrevistáramos con el profesor Thompson, tal vez con su experiencia pueda darnos algunos consejos que sean de utilidad, nos espera mañana.

Y a la universidad de Oxford, en el South East, nos fuimos. Qué gusto volver a saludarla mi amiga, ya supe que quiere seguir mis malos pasos, no me diga que el culpable es mi libro sobre el templo consagrado al culto del Dios Jaguar. Me vio largamente tras sus gastadas gafas y con voz apenas audible dijo, déjeme decirle algo con toda franqueza. No vaya, no vale la pena, no hay nada más peligroso que esas selvas, están llenas de fieras salvajes y alimañas ponzoñosas. Además los guías no son de fiar, lo último que desean es ver profanada su ciudad sagrada, harán todo para desanimarlos, los llevarán por zonas peligrosas y pondrán en grave riesgo sus vidas. Los alejarán lo más posible de su objetivo y una noche desaparecerán en plena jungla, con todo y bastimentos. Y así fue que “La segunda expedición inglesa en busca de la gran ciudad prohibida de los mayas” inició la aventura, éramos dos gatos, nueve personas de alto rango y varios auxiliares. El viaje fue una odisea, primero en avión, ya en América, cómodo autobús, luego en vehículos de segunda clase, sin aire acondicionado, en el que viajaban gallinas, guajolotes y hasta puercos. Para ir más cómodos nos recomendaron viajar en el techo del camión y así lo hicimos. Kilómetros y kilómetros de autopistas y brechas de terracería, bajo un sol inclemente. Al llegar al último pueblo abordamos un paquebote, río arriba, hasta el pueblo más remoto, enclavado en plena jungla. Apenas desembarcamos percibimos la fetidez del agua de eso que llaman puerto, un olor a pescado descompuesto y una nube de mosquitos nos dieron molesto recibimiento. Sin luz eléctrica, ni agua potable, sin desagües ni cañerías, el lugar era francamente insalubre.

Mediante buena paga, un sujeto nos condujo a un caserío donde, aseguró, podríamos contratar algunos guías. Nos recibió el cacique de la aldea, un tipo de piel cobriza y ojos de un intenso color verde esmeralda, que no correspondían a los rasgos de los indígenas de la zona. Era alto, esbelto, sin un gramo de grasa, sus movimientos eran ágiles y elásticos, como si poseyera la flexibilidad de un felino ¿La ciudad prohibida?, preguntó. ¿Quién les ha dicho tal mentira? No existe; sin embargo, después de largas negociaciones permitió que algunos de sus hombres nos guiaran y se hicieran cargo de los bultos donde venían los bastimentos. Durante varios días nos trajeron dando grandes vueltas en círculo, hasta que el guía de la expedición les reclamó, nos condujeron entonces hasta un río, tendríamos que cruzarlo con el agua hasta la cintura. Abby preguntó si no habría peligro, lo negaron, empezamos a caminar, cerraban el contingente dos arqueólogos, habíamos llegado a la otra orilla, sólo faltaban ellos, de pronto los simios que alborotaban en los árboles soltaron chillidos de miedo y después guardaron silencio, las aves suspendieron sus trinos y sus vuelos, como si buscaran refugio en las ramas más altas. Noté que las tranquilas aguas parecían agitarse súbitamente y una sombra los atacó por la espalda, vi unas fauces llenas de grandes dientes, como si fueran garfios, que se abrían desmesuradas y se cerraban en torno al abdomen de uno de ellos y lo jalaban hacia el fondo del río. Escuché el alarido, el grito de miedo y de sorpresa ante el inusitado ataque del que era víctima. No pronunció palabra alguna, sólo fue un aullido de terror que pareció quedar suspendido en el tiempo y se fragmentó en mil pedazos por el efecto de los ecos. Trató de sujetar el brazo de su compañero, pero ya era tarde, su cuerpo se hundía en el agua que rápidamente se teñía de rojo. De pronto vimos la tenue estela que se dirigía hacia el sobreviviente, soltamos un grito de advertencia, él saltó por instinto hacia la orilla y ahí, separado por una pequeña barrera de tierra, un cocodrilo de dos metros lo observaba detenidamente, de seguro calculando si sería capaz de alcanzarlo. Los renovados gritos de los monos, los trinos de las aves y el canto de los insectos nos hicieron ver que, pasado el peligro, los habitantes de la selva volvían a sus actividades como si nada hubiera ocurrido, para entonces los espíritus malignos de la selva se habían apoderado de la mayoría de los expedicionarios, quienes reñían por cualquier motivo nimio. Agobiados por el calor, la humedad, los insaciables mosquitos que se cebaban en nuestras carnes, rodeados de animales cuya peligrosidad era magnificada por los guías, el ánimo fue mermando. De pronto entrábamos por parajes tan tupidos y con árboles tan altos que era imposible ver el sol, cuya luz se colaba tenue entre el follaje y se diluía con la neblina del agua que se evaporaba rápidamente. Después del accidente la expedición se dividió en dos bandos, uno de ellos no quería saber más de aquella selva con sus incomodidades y peligros, así que decidieron regresar acompañados por los indígenas, que para entonces habían logrado atemorizarlos con leyendas malditas de lo que acontece a los que se internan en la selva con la intención de arrancarle sus secretos, que por las noches producían los sonidos que nos inquietaban y atemorizaban pues imitaban las voces de los animales salvajes, el jefe de la expedición intentó convencerlos pero no lo logró, sólo cuatro humanos y los dos gatos decidimos continuar, a pesar de quedarnos sin guías.

Una tarde Ernst, el jefe de la expedición, junto con Friedrich, su geólogo, desaparecieron durante un par de horas, sin motivo aparente, a partir de ese momento todos los días repitieron la rutina hasta que hartaron a Abby y a Margaret, nos preguntaron a Sombra y a mí si podíamos seguir su rastro, dijimos que sí y nos fuimos tras ellos. Los encontramos dentro de una caverna que estaba rodeada por una enorme zona de arenisca blanca, similar a una playa, la entrada era altísima y dentro había una gran cantidad de cristales parecidos al cuarzo, todos blancos, pero algunos con vetas azuladas o violetas, el geólogo tomaba notas en un cuaderno y Ernst guardaba algunos de los cristales en su mochila. Se sorprendieron al vernos ahí, pero lady Margaret fingió estar atemorizada y por eso habíamos ido en su busca. Friedrich sonrió, pero Ernst nos miró con cierta desconfianza y sin que se lo pidiéramos empezó a dar explicaciones que parecieron fuera de toda lógica, aseguró ser coleccionista de piedras y andar siempre en busca de bellos ejemplares, como esos que había guardado en su mochila, pero entre más trataba de justificarse, más dudas suscitaba. Ya en nuestra tienda Abby comentó, en un susurro, que esos cristales no eran de cuarzo como había intentado hacernos creer, quiso añadir más, pero en ese momento escuché ruido de pasos y le hice la seña de que guardara silencio, era peligroso que pensara que estábamos conjurando contra él.

Dos o tres días después quiso la suerte que diéramos con la ciudad prohibida. Sus pirámides eran imponentes, subimos a ellas en medio del escándalo de los monos que reclamaban nuestra invasión de sus territorios. Entramos a derruidas casas entre cuyos muros habían echado raíces árboles centenarios. Subimos a la pirámide mayor, más alta que las de Tikal, rodeada de grandes estelas, en la parte superior reinaba una colosal escultura del Dios Jaguar. Esa noche Ernst insistió en ser él quien preparara la frugal cena, repartió pocillos de té negro a Abby, a Margaret y a Friedrich, en ese momento percibí el olor a almendras que despedía la infusión, maullé como si hubiera enloquecido súbitamente y salté sobre Abby, mientras Sombra, – comprendió que algún peligro se cernía sobre nuestras amas-, se lanzó contra Margaret. En la confusión se fueron los segundos, cuando me repuse traté de tirar el pocillo del geólogo Friedrich, pero ya era tarde, había bebido el contenido. Al derramarse el líquido sobre su blusa, la condesa percibió el olor a almendra amarga y se puso de pie. Ernst, el jefe de la expedición, trató de golpearnos, más nuestras amas lo impidieron, volvió a llenar dos pocillos pero Abby tomó de la mano a lady Margaret y seguidas por nosotros, nos retiramos a la tienda. Abby temblaba, le explicó a lady lo que estuvo a punto de ocurrir y se abrazaron, ambas lloraban en silencio. Sombra y yo decidimos permanecer pegados a la entrada de la tienda para protegerlas. Era tarde cuando escuchamos ruidos extraños, pero decidimos no abandonar nuestro puesto de vigías. A la mañana siguiente no vimos a Friedrich, preguntamos por él, un displicente Ernst, dijo que se había marchado, de seguro para adjudicarse la gloria del descubrimiento de la buscada ciudad prohibida. Como la respuesta no nos satisfizo Sombra y yo exploramos por los alrededores, así hallamos restos de un vómito que tenía un fuerte olor a almendras.

Iniciamos el regreso, pero a partir de entonces, todas las noches veíamos entre las llamas de la fogata una sombra que parecía ser de hombre, para convertirse en animal, tal vez un simple juego de luces que no dejaba de inquietarnos. Luego aparecieron los rugidos, los ruidos de apagadas pisadas sobre la hojarasca, era tanta nuestra paranoia que hasta Sombra y yo misma asegurábamos haber visto los verdes ojos y las fauces de un jaguar. Ernst trataba de tranquilizarnos, pero en realidad tenía tanto miedo como nosotros. Sacó de su mochila un enorme cuchillo de monte, lo amarró a una larga vara y a partir de entonces no se separó de su improvisada lanza. Por las noches metía el cuchillo a la fogata y era impresionante el intenso color rojo del acero. De seguro nos acercábamos a la aldea, Ernst decidió poner fin a la mascarada, insistió que lo acompañáramos en la fogata. Nos pidió serenidad y madurez frente a lo que iba a contarnos. Encontramos la ciudad prohibida, podríamos decir que hemos cumplido la misión, pero les tengo una mala noticia.

No nos diga que nos va a matar, como lo hizo con Friedrich, interrumpió la condesa, déjeme adivinar la razón -continuó-, a usted lo tiene sin cuidado el descubrimiento de la ciudad, usted vino con otras instrucciones de su patrón, el jeque. Comprobar si lo que se sospecha es cierto, si esta tierra es rica en litio. Litio, Ernst, el combustible del futuro, el sustituto del petróleo, sin él los coches eléctricos, celulares, computadoras y otros aparatos indispensables para la vida moderna, no podrán ser; entiendo que nosotras somos un riesgo para su proyecto y por eso debemos desaparecer, pero asesinar a su colaborador, ¿por qué? No me diga, nadie debe saber que a corta distancia de ese rico yacimiento de litio están las ruinas mayas, la comunidad internacional protestaría y no permitiría la explotación de la mina. En efecto, contestó Ernst, tenemos todo planeado, traeré expertos en explosivos, acabaremos con las pirámides y las construcciones, no quedará piedra sobre piedra, nadie que importe se dará cuenta y entonces el gobierno corrupto nos dará las concesiones para explotar este inmenso mineral. Lo siento en verdad, no es nada personal pero no serán ustedes quienes echen a perder este gran plan. Al escuchar lo anterior miré a Abby, ella entendió, lo mismo hice con Sombra, la idea era sencilla, saltaríamos sobre la cara del individuo, le reventaríamos los ojos, Abby tomaría el cuchillo y se lo encajaría en el pecho. Nos colocamos en posición de ataque, justo en ese momento mi fino oído escuchó pasos que se acercaban cautelosos, hice la seña de aguardar, el hombre prosiguió, hay un camino fácil y otro difícil; ustedes dirán, se toman el té que tengo preparado lo cual les asegura una muerte rápida y sin dolor o prefieren morir lentamente con el cuchillo incandescente, dentro de su pecho. Tal vez el deseo de lucir convincente lo distrajo y por eso no se percató hasta que fue tarde, escuchamos un fuerte rugido que hizo estremecer la selva y vimos a esa sombra que lo atacaba por detrás, lo tomaba por la nuca, -como suele hacerlo con cualquier animal- y la presión de sus potentes mandíbulas le quitaban la vida en segundos. El jaguar, distraído como estaba con su presa, no se percató que Abby, con ágil movimiento se apoderaba del cuchillo de monte, la fiera atacó, pero nunca imaginó lo que le esperaba, no es que le clavara el arma, simplemente se la estampó en el pecho, oímos el chasquido y el penetrante olor de la carne quemada, escuchamos su furioso y dolido rugido, entonces Abby terminó su obra, el arma cruzó de lado a lado el rostro del jaguar, muy cerca de los ojos. Un aullido resonó en la jungla y de un par de saltos desapareció de nuestra vista. Difícil saber cuánto tiempo tardamos para salir de aquella selva, pero al fin felinos, nuestro instinto nos llevó a la pequeña aldea de la que habíamos salido, llegamos con la ropa hecha jirones, muertos de hambre y de sed, agobiados por las altas temperaturas y al borde de la locura. Abby pidió hablar con el cacique para reclamarle el proceder de su gente, pero le dijeron que estaba muy enfermo y no podía recibirnos. Sin medir consecuencias, Abby hizo a un lado a Ixchel, la gran sacerdotisa maya que le cerraba el paso y nos plantamos en medio de la choza. El cacique, el gran chamán, el brujo de esa gente no pudo vernos, estaba ciego por una terrible quemadura que le atravesaba de lado a lado la cara -a la altura de la frente- y otra grave herida, ya infectada, supuraba por el costado izquierdo, a la altura de las costillas.