Por: Mónica Teresa Müller

 

Golpeó la puerta con furia. Maldijo la ocurrencia de acomodar documentos en el escritorio de su madre. En su puño, estrujaba un papel.
Vio la figura de la anciana que invocaba la Verdad ¡Mentirosa! Ella no había puesto en práctica la teoría de sus consejos. Un torbellino de recuerdos se mezcló. Con miedo, abrió el puño.
“Elisa, no hay perdón que atempere la angustia y el dolor que te he causado…”, leyó una y otra vez, la carta guardada durante quince años.
La impotencia y el dolor aceleraron la respiración de Marcial. Tembló. Supo que no era el hijo de un padre muerto que lo había acunado entre sus brazos con amor, era una mentira. Sintió que el perdón cristiano aprendido, padecía el derrumbe.
“Él es un hombre, te ruego, le cuentes la verdad. Castígame con su odio, el de ese hijo que nació de un deseo descontrolado, que vivió y creció gracias a tu amor y en mi vergüenza. Traté de pagar mi culpa, pero no es suficiente, tengo la necesidad de confesarte en quién me convertí. Vivo en el mismo pueblo que te señaló y yo dejé que lo hicieran con la terrible cobardía de no decir la verdad. Siento que soy una alimaña…”
La congoja le impidió continuar la lectura; acomodó las hojas y respiró profundo.
La estación de servicio indicó la entrada al pueblo de Los Álamos, con casas bajas, calles amplias y un boulevard de tilos que le deleitó el olfato.
A medida que se acercaba al lugar, la sangre fluía demencial; releyó la carta:”…quise de alguna manera castigar mi desenfreno de juventud. Sé que el pecado cometido no va a ser paliado con reconocer, luego de quince años, que fui un cobarde. Ahora que piso los cuarenta y si tú me lo permites, quiero saber de ese hijo que no sabe de mi existencia y por el que rezo a diario…” secó las lágrimas y continuó: “… aquella noche en el campo, traté de tapar tus ojos, pero sé que supiste que yo violé tu inocencia a pesar de mi negativa. Permití vilmente que no te creyeran y dijeran que mentías, para ocultar la verdadera identidad del hombre al que te habías entregado por voluntad.
Apunta a tu cristiana devoción y perdóname, no me niegues la posibilidad de un purgatorio”.
El odio tomó cuerpo durante el viaje. Ignoraba su reacción cuando estuviera frente a ese hombre.
El micro lo dejó frente a la plaza principal de Los Álamos. Caminó abatido, ingresó al edificio y lo vio. El hombre fue a su encuentro; atrás una luz tenue ingresaba por la estructura del confesonario. Marcial no pudo ver el rostro perdido en la penumbra del recinto. Con la negra vestimenta le pareció, aún más, un pobre hombre. Las voces del coro escondieron los sollozos. La nave central del templo, se iluminó. Ambos se acercaron estremecidos; una vez que estuvieron frente a frente, imperó el silencio y sólo cupo, resignación y perdón.