Por: Mónica Teresa Müller

 

El café de la esquina de la oficina era la parada obligada de todas las mañanas y, desde la mesa junto a la ventana, dejaba que mi mirada vagara a gusto entre los rostros de los transeúntes. Uno me llamaba la atención. Pasaba justo a la nueve y como si estuviera planeado, se persignaba frente a un ceibo que permanecía indiferente al paso de la gente; el hombre se quitaba una gorra a modo de saludo y continuaba el trayecto. No tenía un aspecto descuidado, solo la boina era de un gastado azul. Por más que intentara no mirarlo, no podía escapar a su presencia.
Pasados unos meses, comencé a inquietarme. La causa de la preocupación apareció una noche en el sueño. El hombre de la boina trataba de decirme algo en un idioma que no reconocí. Tras el mensaje, se sacaba el gorro y me mostraba la etiqueta, impecable y en la que pude leer un nombre: Ramón. Al despertar me di cuenta que no era una marca sino una cinta bordada.
A partir de esa aquella noche, Ramón fue el centro de mis preocupaciones. No semejaba un anciano, aparentaba cincuenta y tantos años. No sabía la causa, pero reconozco que traté de descubrir el por qué de su actitud.
Una mañana, me preparé para seguirlo, pero al dar la vuelta por la avenida Belgrano, no lo encontré. Sucedió igual en otras ocasiones, pero Ramón continuó presente en mis sueños.
Recordé que los mayas consideraban y aún consideran la ceiba un árbol divino, “el árbol de la vida”, las ramas forman el cielo, el tronco el plano terrenal y las raíces tejen el inframundo. Aunque éste era un ceibo, tal vez el hombre lo adorara y sentí que la relación existía. Manejé otra hipótesis, quizá Ramón creyera como los antiguos griegos que los árboles son el primer lugar de culto en donde las fuerzas de la naturaleza potencializan la imaginación humana. De una forma u otra, Ramón había logrado que yo pensara en él constantemente.
Los sueños pasaron a ser pesadillas en las que el hombre, con atuendo unas veces maya y otras con vestimenta griega, penetraba su cuerpo en el ceibo, agitaba las ramas de las que se desprendían las rojas y carnosas flores para luego resurgir reptando desde las raíces.
Luego de meses de alucinaciones, y cafés tras la ventana del bar, decidí regresar una noche. Creo que el poder de la mente actúa cuando la fuerza interior es magnífica. Acerté en presuponer que aquella noche se presentaría mi hombre.
Apareció notablemente deteriorado, parecía haber envejecido en esos meses. Su cuerpo se doblaba hacia adelante, mientras una larga melena batallaba para no caer sobre su rostro. Vi que se arrodillaba con dificultad, se persignaba y con un cuchillo quitaba la corteza del ceibo. Lo vi llorar. Y sin atinar detenerlo, partió.
Averigüé con el tiempo que la corteza del ceibo contiene un alcaloide que posee propiedades narcóticas y sedativas que, en baños, alivian dolores; elegí creer que los de Ramón eran los del alma.