Por: Mónica Teresa Müller

Sucedió un sábado no cualquiera. Fue el día en el que alguien se dignó girar la cabeza, mirar y aguzar los oídos a las palabras dichas en el momento justo, en el playón central de un barrio del conurbano bonaerense.

Fue suficiente para que la ilusión se elevara por sobre la tierra pisoteada y para que la basura, eximida de impuestos y sellados, intuyera que algo pasaba.

Los hombres arribaron al lugar del encuentro antes del horario establecido. Cuatro organizadores recibieron al funcionario. Lo entretuvieron, al tiempo que desde el micrófono se anunciaba su visita y se invitaba a los vecinos a estar presentes para que manifestaran los problemas de la zona.

La noche de lluvia había pasado, pero el cielo no recuperado aún de la tormenta, volcaba sobre las sombras del barrio su propia sombra. El playón del mercado olía a orín, a las meadas eliminadas en la recova cada noche durante todos los días del año, al tiempo que las paredes de los comercios trataban de ocultar el aroma marihuanero impregnado en sus estructuras.

La gente, poco a poco, rodeó a la visita. Algunos curiosos para saber quién era el que se había atrevido a visitar el barrio castigado por el olvido, otros para escuchar las respuestas a los tantos interrogantes de un pasado sin respuestas.

Los hombros se tocaron. Se pudo ver que algún rostro intentaba dibujar un rictus de sonrisa. Solo eso entre los pedidos de obras de las que comentaba el petitorio, entregado el día exacto en el que se pudieron decir cosas exactas.

Los vecinos se juntaron y fueron más. Rodearon a los dos visitantes, políticos de la Alcaldía, en un día que parecía ser distinto.

Como si fuera la proyección de una película, cada uno de los presentes, veía las imágenes de cómo había sido el barrio. En el camino de enfrente a los recuerdos estaba la inundación, los basurales de la mano con la cadavérica presencia de la contaminación; las calles y veredas, las mismas por las que corrían y jugaban los niños, entre risas, mientras chapoteaban con el barro y cloacas desbordadas.

El funcionario prometió. Todos fuimos testigos.

— Si no cumplo, me putean-dijo.

Los vecinos fueron más en el mediodía sombrío y se escuchó el compromiso de ejecutar las obras que merecíamos.

De pronto, alguien se acercó, uno más que representó a todos y a cada uno. La franca figura de un hombre que habló con tono veraz y sus palabras entrecortadas retumbaron en el espacio a cielo abierto.

Se nos cortó la respiración al sentirnos reflejados en las frases de socorro. Pidió no ser engañado como lo habían hecho hasta ese día, durante años.

El hombre vestido con overol y sombrero de paja, reclamó, rogó, pidió que no le mintieran. Habló de los hijos que habían huido del barrio abandonado por desidia.
La rabia palpitaba en el aire mezclándose con el dolor de saberse usado en el tiempo de las urnas.

Todos lo vimos llorar, todos llorábamos.