Por: Alejandro Ordóñez
Se santiguó dos veces. Sintió el frío sudor que bajaba por su espalda, la piel chinita y el aturdimiento que se apoderaba de su cabeza cuando la dominaba ese terror espeluznante que la paralizaba y le impedía razonar o moverse. Tomó un jarro, lo llenó con aquel café humeante y espumoso, le vació un abundante chorro de mezcal. Bebió un largo trago. Notó cómo el líquido ardiente se abría paso entre la garganta hasta llegar a su estómago. Se concentró, tomó nuevamente las cartas, las barajó cuidadosamente, con un estremecimiento volvió a echarlas, una a una fueron quedando al descubierto, volvió a leer el mensaje que los arcanos le ofrecían, tanto en lo individual, como en conjunto. Virgen santa, repitieron sus labios sin pronunciar palabra. Sorbió la nariz como hacía cada que estaba nerviosa, se limpió con una manga de la blusa. Volvió a leerlas, comprendió que no estaba equivocada, tomó el viejo paliacate, envolvió la baraja. Se dirigió al altar, humedeció las yemas de sus dedos en el agua bendita y se persignó. Besó el cristal que protegía a la Santísima Virgen, Madre de Dios, contempló las fotografías clavadas en la pared, se despidió cariñosa de sus difuntos, apagó las velas y las veladoras. Se envolvió en el rebozo, salió del jacal, apaciguó al perro que amenazaba con írsele encima y ladraba como si en ese preciso instante estuviera viendo al mismísimo diablo o a la muerte… Caminó sin rumbo fijo por las oscuras callejuelas hasta distinguir a lo lejos las lumbradas de las barricadas. Contempló a la gente que intentaba protegerse del frío con cobijas o chamarras. Buscó entre las siluetas de las mujeres a Soledad, la joven madre de seis hijos. La despertó suavemente, acercó los labios a su oído y le sopló en tono bajo: no ha llegado tu hora, vete. La mujer parecía negarse a obedecer lo que se le pedía, así que sin más miramientos le quitó el garrote que blandían sus entumecidos dedos y con ademanes y mohines la obligó a marcharse, pues el tiempo apremiaba. Esperó hasta que el llanto y el eco de sus apresurados pasos se extinguieron y el silencio volvió a las empedradas calles. Después, con la ternura de una madre fue despertando uno a uno a los somnolientos seres que aguardaban y sin pronunciar palabra les fue señalando los oscuros cascos de las tropas, el brillo siniestro de sus fusiles y los escudos que centellaban con las primeras luces de ese amanecer húmedo y triste.