Por Mónica Teresa Müller

 

No se iba a jubilar. “Lo tengo decidido”, pensó. El matrimonio que la había contratado años atrás para tareas domésticas, la valoraban y le demostraban respeto. “No, no los voy a dejar ahora que más me necesitan, los años pasan para todos”.

Un día, a unos pocos minutos de llegar, la señora que cuidaba, comentó: “Angelita, andá a la peluquería, ya le encargué a la chica que tape esas canas que te avejentan, no digas nada, es un regalo y no lo vas a despreciar”. Sí, lo aceptaría porque era un regalo de corazón.

No bien salió del negocio, se sintió diferente. Esa noche, el regreso a su casa no fue como otros en los que la angustia ganaba terreno y demolía proyectos. Durante las mañanas, los sentimientos galopaban y la nutrían de energía. Él la miraría a los ojos y sin palabras, ella también, y ambos serían los artífices de un encuentro mágico.

Se había dado cuenta que el amor se siente aunque se cumplan cien años. Sí, se había enamorado.

Ángela pensaba que algo le tenía que demostrar. Sabía que ser pobre lo avergonzaba. “La pobreza cohíbe…”, caviló, “pero no nos impide soñar y amar”.

Sabía de él por una amiga que lo conocía. Ella había aprendido a decir su nombre y a imaginar momentos junto al hombre deseado.

La vida transitada le había brindado la posibilidad de cumplir con sus padres, fallecidos en un accidente. Había cuidado a sus dos hermanitos con el cariño delante de cada acción. Llegar a la meta no había resultado fácil, pero ambos eran personas de bien. Ella se sentía feliz.

Las canas ocultas bajo la tintura palmearon un nuevo día. Un toque de color sobre sus labios, le mostraron otra mujer y transformaron la espera en un reto contundente. Al llegar a la plataforma, lo vio. Aún titilaban las lámparas de la estación de trenes y formaban con las intrusas, que asomaban precavidas, un color que transformaba a las sombras en vivientes personajes. Él estaba próximo al borde del andén. “Hoy lo voy a mirar de otra manera y cuando pase con el sombrero, le voy a agarrar la mano, sí, no voy a dejar que se vaya”, murmuró, “… y si me animo, me voy a levantar del asiento y lo besaré”. Angelita temblaba. No había sentido así, nunca. La respiración se aceleraba y la sangre corría de tal forma, que golpeaba cada parte de su cuerpo.

Se sentó junto a la ventana del vagón de pasajeros y aguardó. Cuando él ingresó al coche, se presentó y comenzó a puntear la guitarra, y cantar “Zamba de amor en vuelo” de Tamara Castro, creyó que se desvanecía. Hizo esfuerzo para impedir que el deseo de levantarse y abrazarlo, se hiciera realidad. “Es verdad, el amor no tiene edad”, se dijo. En la imagen estaban ellos, solo ellos. Cuando él se acercó con el sombrero para recolectar la ayuda, lo agarró del brazo. Por un instante se aunaron en una mirada auténtica e insondable. Él siguió su andar hacia el próximo vagón. Cuando el tren arribó a la estación, lo vio bajar y quedar parado en el andén, entonces no esperó. Descendió con apuro y como si fuera el último minuto de su vida, lo llamó: “¡Pucho!”. Y por cierto, fueron uno.