Por Alejandro Ordóñez

Para mis tres hijos.

Quizás, una de las mayores satisfacciones de un padre al volver a casa, sea encontrar a la familia reunida esperándolo; recibir el juguetón afecto de los hijos, mientras la esposa ruega: dejen descansar a papá; más tarde, a la hora de dormir, las protestas crecen, exigen un cuento, por fin la madre pide a papá les hable de su vida. Ya acostados, escuchan atentos mientras los recuerdos van aflorando lentamente del pasado.

Sus abuelos nacieron en una isla llamada Inglaterra, muy jóvenes llegaron a estas tierras con la intención de trabajar en un rancho ovejero, fuimos cuatro hermanos, vivíamos en una casa en el barrio de Coyoacán; eran otros tiempos, las calles estaban empedradas y no había televisión, la gente se entretenía leyendo, escuchando música o charlando; los mayores solían conversar animadamente durante horas. Tampoco había muchos coches, las calles lucían vacías; mi familia tenía un lujoso automóvil donde paseábamos los domingos para ir a la iglesia de Coyoacán; siempre fui el primero en subir al carro, ante la envidia de mis hermanos y el enfado de mi madre; para lucir mi porte, me sentaba pegado a la ventanilla, desde donde soñaba e imaginaba lugares a donde nadie podía llegar. Es diferente a sus hermanos -decían-, pues prefería recostarme a pensar -en el jardín-, en lugar de compartir las travesuras infantiles. Cercanas las cinco de la tarde, mis hermanos corrían a refugiarse con mi madre, pues tenían pavor a la estridente sirena del carro de camotes; por alguna razón me hice amigo de ese hombre que me obsequiaba plátanos evaporados, mientras yo imaginaba viajar en un barco de vapor, arrullado por el ronco pitar del coche.

Llegó el tiempo de trabajar, esa pandilla de rufianes debe aprender a ganarse la vida -dijo mi padre-. En poco tiempo mis hermanos se volvieron expertos en las faenas del campo; aprendieron a cuidar a las ovejas, a vigilar a las vacas, a someter a los toros y a dar la voz de alarma cuando por las noches bajaban los lobos; sólo yo resulté una nulidad, me gustaba tirarme en el césped a contemplar los insectos, a aspirar el aroma de las flores o a disfrutar el canto de las aves. Total, un verdadero fracaso dijeron mis mayores. Lo comprendí, ese no era mi mundo, deseaba vivir en la ciudad, por ello -entristecido- abandoné la hacienda dispuesto a cumplir mi sueño. Al llegar al primer pueblo encontré a un lugareño amable, tampoco era feliz en el campo, lo convencí y emprendimos juntos el viaje; fue una experiencia inolvidable, mi compañero era un cazador con gran olfato, no se le escapaban conejos ni liebres, localizaba los arroyos donde bebíamos agua, tenía facilidad para encontrar el camino correcto y su intuición le permitía localizar los lugares más seguros para dormir; por las noches, mientras yo contemplaba feliz las estrellas y me alegraba con el canto de sapos y ranas, mi compañero roncaba.

Llegamos a la ciudad, buscamos refugio en un circo, al ver nuestras miserias nos dieron agua, alimento y alojamiento. Mi amigo aprendió algunos números circenses y pronto debutó en un acto acrobático. El dueño del circo trató de enseñarme -sin éxito- algunas rutinas de baile, para acompañar a una bella joven, fracaso total; el hombre no se dio por vencido, intentó aquí, intentó allá, dada mi torpeza pensó en algo sencillo, sería ayudante de los payasos, pero al ver mi indiferencia y desgano concluyó que ese no era mi mundo. Quédate el tiempo necesario, me dijo, cuando sientas llegada la hora de seguir tu camino, hazlo por tu propio bien, hasta entonces seguirás siendo bienvenido en esta casa. Al concluir una exitosa función dije adiós al artista, mi compañero; ya en la calle hice amistad con un bohemio que me invitó a pasar unos días en la casa de su familia, en un barrio pobre. La portera de la vecindad nos recibió con los brazos abiertos; los niños nos seguían a todos lados, mientras las señoras tallaban sus ropas en los soleados lavaderos. Estuvimos ahí varios días, luego reanudamos nuestro camino por las calles empedradas y las amplias avenidas. Pronto llegaron las lluvias acompañadas por el urgente repicar de los tacones, en busca de un lugar donde guarecerse; una noche helada llegamos al atrio de una iglesia; al vernos, el cura nos llevó a sus habitaciones donde nos ofreció un ardiente consomé de pollo que me quemó el gaznate e hizo añorar las épocas de mi infancia; por las noches, cuando todo era quietud en el templo, vagábamos por la parroquia y nos deteníamos conmovidos frente las esculturas de vírgenes y santos, iluminados sólo por las parpadeantes luces de las veladoras; fue así como el bohemio encontró su verdadera vocación. Durante una misa dominical, después del evangelio, el sacerdote dijo a la gente: busquen en su interior un camino propio y recórranlo; al terminar la ceremonia me despedí del religioso con lágrimas en los ojos; al ver la tristeza en mi mirada, me animó, sigue siendo bueno, sabrás encontrar tu lugar en la vida, dijo cariñoso.

Vinieron después tiempos difíciles, no volví a encontrar una mano amiga. Guió la casualidad mis pasos hasta la Casa del Lago, en el Bosque de Chapultepec, donde pude admirar las exposiciones de pintura y disfrutar obras de teatro o las lecturas de libros, de afamados autores; además tenía la ventaja de hallar, entre los visitantes, a alguien que me regalara un bocado o, en días difíciles, buscar entre la basura un poco de alimento. Una noche, después de ver de nuevo El Lago de los Cisnes, me fui soñando por la Avenida de los Filósofos hasta la calzada ancha; al llegar ahí vi a un niño pequeño bajarse inconscientemente de la banqueta, con grave riesgo de ser atropellado, sin medir las consecuencias me crucé entre un río de automóviles circulando a gran velocidad, para tratar de salvarle la vida; logré asirlo de sus ropas y así lo retuve hasta la llegada de sus padres; repuestos del susto me acariciaron y dieron las gracias. Cuando la familia empezó a caminar y a alejarse, me invadió la soledad de un golpe, los seguí de cerca; al llegar a su automóvil me acerqué tímidamente, volvieron a acariciarme. Al partir el auto corrí tras él, sin importarme el peligro de los coches que venían a mis costados; al hacerlo gritaba y lloraba desconsolado, la gente se condolía al verme; agotado, el cuerpo se negaba a responderme, mi respiración fallaba, creí desfallecer mientras el auto se alejaba para siempre. De repente, algo sucedió en su interior, se detuvieron, dieron marcha atrás, abrieron la portezuela y con voz cariñosa me invitaron a subir.

Al terminar su relato el viejo se quedó dormido con el más pequeño entre las patas, mientras los demás cachorros jugueteaban sobre su espalda.

Ciudad de México.