Aquel 30 de julio del año 1811 en una mesa colocada cerca de un altar improvisado en uno de los corredores del Hospital Militar, se colocó una vestidura eclesiástica, ornamentos, un cáliz con patena y unas vinajeras.

Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte y Villaseñor era escoltado y encadenado, compareció ante el juez eclesiástico Fernández Valentín, y dio principio la ceremonia.

Se le despojó de los grilletes y lo revistieron con las prendas eclesiásticas; Hidalgo echó en el cáliz un poco de vino, puso sobre la patena una hostia sin consagrar, y con el vaso sagrado entre sus manos se puso de rodillas a los pies del juez. Quitándole el cáliz y la patena, Fernández Valentín pronunció las palabras de execración, y con un cuchillo raspó las palmas de sus manos y las yemas de sus dedos, y dijo: “Te arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir, que recibiste con la unción de las manos y los dedos”.

Acto seguido le fue quitando uno a uno los ornamentos sacerdotales, hasta que al despojarlo de la sotana y el alzacuello, dijo: “Por la autoridad de Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la nuestra, te quitamos el hábito clerical y te desnudamos del adorno de la Religión, y te despojamos, te desnudamos de todo orden, beneficio y privilegio clerical; y por ser indigno de la profesión eclesiástica, te devolvemos con ignominia al estado y hábito seglar”.

Al retirarle las prendas sacerdotales, se halló en su pecho un escapulario con la imagen de la Virgen de Guadalupe, de la que se despojó él mismo, pidiendo se mandara al convento de las Teresitas de Querétaro, quienes se lo habían obsequiado.

Se le cortó el cabello hasta no dejar seña alguna del lugar de la corona, pronunciando el ministro las siguientes palabras: “Te arrojamos de la suerte del señor, como hijo ingrato, y borramos de tu cabeza la corona, signo real del sacerdote, a causa de la maldad de tu conducta”. Consumada la degradación, se le hizo poner de rodillas ante el juez Abella, quien leyó la sentencia condenándolo a pena de muerte.

Fue conducido a capilla por el teniente Pedro Armendáriz, y al amanecer del 30 de julio, se presentó el padre Juan José Baca, quien lo confesó y le dio la absolución.

Hidalgo se confesó y comulgó, por lo que quedó libre de toda excomunión. Al amanecer del 30 de julio de 1811, cuando llegó la hora del fusilamiento, fuera del edificio lo resguardaban más de mil soldados que llenaban la plaza de San Felipe; en el interior lo esperaban, encargados de la ejecución, un pelotón de doce soldados a las órdenes de Pedro Armendáriz. Pidió que no le vendaran los ojos ni le dispararan por la espalda (como era la práctica al fusilar a los traidores) que le dispararan a su mano derecha, que puso sobre el corazón argumentando: “La mano derecha que pondré sobre mi pecho, será, hijos míos, el blanco seguro a que habéis de dirigiros”.

Hubo necesidad de dos descargas de fusilería y dos tiros de gracia disparados contra su corazón para acabar con su vida, tras lo cual un comandante tarahumara, de apellido Salcedo, le cortó la cabeza con un machete, para recibir una bonificación de veinte pesos.
Su cuerpo fue enterrado en la capilla de San Antonio del templo de San Francisco de Asís, en la ciudad de Chihuahua, y su cabeza fue enviada a Guanajuato y colocada en la Alhóndiga de Granaditas, en cada esquina dentro de una jaula de hierro, junto a las de Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, en donde permaneció expuesta por diez años.

En 1821 su cuerpo fue exhumado en Chihuahua y, junto con su cabeza, se le enterró en el Altar de los Reyes, de la catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Finalmente, desde 1925 reposa en el Ángel de la Independencia. En 1869 fue erigido en su honor el Estado de Hidalgo.