Por Alejandro Ordóñez
¿Qué pasó? Nada omá. ¿Cómo que nada, tonces por qué se jue la luz? No sé omá, yo nuhice nada. A ver escuincla, tráime un fusible, del costurero, ¿pa qué usaste ese cargador, si tenía corto? donde hayas jodido los alambres. No hay fusibles omá. ¿Qué?, revisa bien, acércate una vela. Te digo que no hay omá. ¡Inútil! vese a casae doña Lupe, que nos empreste uno, mañana se lo reponemos, y ahí de ti onde te tardes. No tiene, omá, también a ella se le jue la luz, todo el pueblo está a oscuras. Debe ser una falla general, dice don Ramón. Comunícame con los de la luz. No puedo omá. ¿Por? No tengo batería, loiba yo a cargar. Vese otra vez volando a casae doña Lupe, pídele emprestado el teléfono, reportas la falla. No se pudo omá, no hay servicio, ningún teléfono del pueblo da línea. Quesque es general, dice don Ramón.
Luego las tripas de la tierra se agarraron a ruge y ruge y nosotras, ahí, echadas sobre el petate, pelando tamaños ojotes y tragando saliva del puro miedo, sintiendo qué la vibración del suelo se hacía cada vez más juerte; por si las dudas nos agarramos a rece y rece, pensando si el padrecito tendría razón, Dios castiga a las pecadoras, dijo, ¿y si se abría un hoyo y nos mandaba directito al infierno?, aunque las llamas ya debían estar ajuera porque el cielo estaba cada vez más colorado.
No acababa de clarear cuando nos despertaron los cuetes que subían al cielo y estallaban en el aire, señal de alguna urgencia, se ordenaba a la gente ir a la cancha de fútbol. No hay luz eléctrica en todo el pueblo, dijo don Ramón, tampoco hay servicio telefónico, no hay línea. Alguien deberá bajar a la ciudad a pedir una razón de lo que está ocurriendo, ¿quién presta su troca y nos hace ese mandado? Pus yo, o yo, o yo también. Eran las únicas trocas que había en el pueblo, pero luego, ¿qué creen? Ninguna quiso arrancar, dizque se les había descargado el acumulador, o algo así. ¿y ora qué hacemos? Las mulas, paresostán. Pus harán el recorrido en dos días, con lo retirado questamos, lo feo del camino y luego en la noche, ¿qué?, si el monte stá ansina de fieras y alimañas.
¿Qué hacer? El huey tlatoani, dijo alguien. Pusí, pusi no había de otra, y hasta su choza, la última del caserío, ya trepado en las faldas del cerro sagrado, juimos. El venerado anciano escuchó paciente. Se quedan sólo los jefes de familia, ordenó, los demás aléjense y pérense ahí. Nos sentamos en rueda, pero yo dije: ya mi anda y me jui hastal otro lado de la choza, donde no podían verme y como el aigre soplaba hacia mí, escuché la vocecita del anciano. Tense sosiegos, esde los primeros tiempos de los tatas, de los tatas, ha ocurrido así, tardaron en regresar, pero vienen a reclamar lo que consideran su derecho. -Y el huey tlatoani habló más quedó-, sólo palabras sueltas me llegaron. Sahumerios encendidos, copal, antorchas, huipiles blancos, cinco vírgenes, coronas verdes en las sienes, pulseras de chachayotl atadas en tobillos y muñecas, para marcar el ritmo, todos danzando para estar en armonía con los dioses y los astros.
Empezamos a subir cuando caiba la noche, De güenas había luna llena. Es un camino ancina de peligroso, un resbalón y ya stuvo, mejor ni mirar pabajo, marea el enorme precipicio. Caminamos largo rato sobre la nieve. Llegamos al adoratorio construido por nuestros más mayores, los hombres prendieron una fogata con la leña que llevaban, el huey tlatoani dispuso el orden para recebirlos. Las cinco vírgenes adelante, lejos del resto de la gente, todas con huipil blanco y coronas tejidas con yerbas verdes. Encendieron los sahumerios, nos sahumaron el cuerpo y el cabello, quedamos impregnadas con el bendito olor del copal. Del resto no supe mucho porque ocurrió atrás, nosotras veíamos hacia la boca del cerro sagrado, aunque pude escuchar el sonido de las pulseras de chachayotl a cada paso de los danzantes y la música de los tambores y flautas.
Y ya luego empezaron a gruñir otra vez las tripas de la tierra, el temblor y el ruido aumentaron, sin que dejaran escuchar algo más. Oímos tres explosiones, como si juera la tos de un enfermo tratando de arrojar las flemas. Salieron de la boca del cerro tres grandes bolas de fuego, envueltas en nubes de humo. Subieron harto, cuando creí que se iban, regresaron, entonces las vide bien, tres bolas aplastadas, con foquitos de colores que se agarraban a la vuelta y vuelta. Se pararon encima de nosotras, oí un ruido como de abejas en el panal. Nos iluminaron luces amarillas que salían de las barrigas de esas bolas, quedamos ciegas y sin podernos mover. Sentí calambres, salieron chispas de mi cuerpo y las greñas se me pararon de punta; quise gritar, llorar, pero no pude. Me desmayé, al recordar busqué con la mirada a mis compañeras, de las cuatro sólo había una y estaba tirada ahí cercas, ni luces de las otras. Volví a desvanecerme; desperté, nos bajaban del cerro, en andas, sobre unas angarillas cargadas por hombres del pueblo. Un alma piadosa cerró mis ojos, para dejarme descansar cubrió mi cara con un rebozo.
Desperté con las voces y los chillidos de las rezanderas, el jacal estaba ancina de gente, flores blancas y velas hechas con cera de abejas, estaba tendida sobre unos tablones, sentí frío, abrí y cerré los ojos, moví brazos y piernas. Virgen Santa -dijeron-, se hincaron y santiguaron -espantadas-. Oí el motor de la troca de don Ramón, sus pisadas al entrar al jacal, su voz de trueno; la luz del foco de la entrada me molestaba, cerré los ojos, sonó el timbre de un teléfono… Comprendí, todo había vuelto a la normalidad.
Ciudad de México, agosto de 2023.