Por: Alejandro Ordóñez
Hay segundos que duran una vida
Para los niños, víctimas inocentes de las guerras.
¿Setentaidós horas sin dormir? No, más de setentaidós horas sin descanso. ¿Cuántos días sin comer?, bebiendo agua estancada. Al costado, sus exhaustos hombres intentaban descansar algunos minutos. Acostumbrado como estaba al tabletear de la metralla y a las potentes detonaciones de las bombas -y sus destructoras ondas expansivas-, sintió miedo por el estridente silencio que de pronto los rodeaba. Vio su ciudad devastada por los continuos bombardeos, lo que ayer fueron elevados edificios estaban convertidos en montones de cascajo, se preguntó si su casa continuaría en pie; si su esposa y el pequeño de seis años seguirían vivos. Su separación había sido penosa, le dolía haberlos abandonado a su suerte, pero no hubo opción, era necesario detener a ese ejército invasor capaz de encontrar placer al asesinar civiles, especialmente a los niños; hasta los hospitales y las escuelas, sitios sagrados por las convenciones de la guerra, eran bombardeados sin piedad y sin importarles la vida de los infantes y adultos que se hallaban dentro. Pidió a Dios protección para su familia, no podría vivir sin ellos y no se perdonaría si algo malo les ocurriera; ¿Qué pensaría?, se preguntó, ¿qué habrá sentido el pequeño al verse sin la protección de su padre? Fue una decisión difícil, pero no era cosa de esperar el escarnio de esas hordas asesinas o morir víctima de un proyectil o de una bomba.
No tuvo opción, si se incorporó a la lucha fue para protegerlos, pero también por amor a su patria, lo sabía, difícilmente lograrían detener la invasión; ellos, un puñado de ilusos, patriotas trasnochados, enfrentándose a uno de los mejores ejércitos del mundo, apoyados por una maquinaria financiera, internacional. Escuchó la voz metálica del comandante, proveniente de la radio… Lo tenemos localizado -dijo-, está muy cerca de ustedes, es el francotirador que en lugar de atacar a nuestras fuerzas armadas, disfruta agrediendo a niños inocentes, les destroza las piernas a balazos, para verlos morir, presas de atroces dolores; no, a las madres no las ataca, las deja vivir para deleitarse con sus gritos y su sufrimiento; tiene fama de cruel y escurridizo, varias veces lo hemos rodeado, pero al final escapa; es el tirador más certero de su batallón. Como si fuera una gracia lleva la cuenta de sus víctimas y sus supuestas proezas las difunden por la radio, para provocarnos miedo. Debes acabar con esta pesadilla, piensa que mientras permanezca vivo peligrarán nuestros niños.
Decidió actuar como él. Para evitar que descubriera la celada y se evadiera, no sería un pelotón -visible desde lejos- el que le daría caza, serían tres francotiradores, aprovecharían las grietas y hendiduras de los edificios en ruinas, para esconderse. El primer ruido, el primer disparo hecho servirían para ubicarlo y si tratara de escapar por algún flanco, lo estaría esperando alguno de sus hombres. El sargento se acercaría por el Sur, el cabo por el Norte y él por el Poniente, que si bien era el sitio más descampado y por ende el más expuesto, ofrecía la ventaja de tener el sol a sus espaldas. Cautos, sigilosos, se fueron acercando; una varilla oxidada se le encajó en una pantorrilla, cristales rotos, semejantes a puñales, le hirieron las manos y los antebrazos, no le importó, siguió adelante. Se estremeció, desde el fondo de la avenida los vio venir: eran una joven mujer y un niño de seis años, con las manos enlazadas; la criatura, ajena a los peligros, brincaba alegremente las hendiduras de la banqueta. Creyó reconocerlos, eran su esposa y su hijo, la misma falda y blusa, los mismos pantalones y camisa. Sintió un mareo, por un instante se le nubló la vista. El asesino estaba oculto en el fondo de una grieta, lo sabía, escuchaba su agitada respiración, mas no podía verlo, comprendió que a veces algunos segundos duran una vida, a pesar de sus esfuerzos había llegado con retraso; estaba obligado a actuar de prisa antes de que fuera tarde; lo escuchó abastecer el arma, vio el cañón apuntando hacia arriba y luego bajar lentamente; aprovecharía el descuido del asesino, se arrastraría unos metros y al tenerlo a la vista dispararía, ¿pero su mujer, y el niño?, para entonces estarían muertos. Sin opción se levantó de un brinco, gritó como samurái, apretó el arma. Se escuchó un disparo cuyo eco se fue retumbando por entre calles y ruinas; las aves, espantadas, remontaron el vuelo; sintió que el fuego quemaba sus entrañas, cayó al suelo; el francotirador, parsimonioso, caminó hacia él para rematarlo; confiado, no se percató que la muerte lo acechaba desde el Sur; se escuchó otra detonación, salieron chisguetes de sangre de su cráneo partido en mil pedazos.
La mujer parecida a su esposa, y el niño que podría ser su hijo corrieron hasta la esquina y se pusieron a salvo. Vio entre la bruma espesa de sus ojos, la eterna sonrisa de su madre y el brillo inextinguible en la mirada de su viejo, ambos lo abrazaban y arrullaban como cuando era niño; quiso decir algo, pero no pudo, un dolido gemido salió de su boca, acompañado por un torrente de lágrimas, lloraba. Lloraba el sargento que lo abrazaba y apretaba fuertemente contra su pecho.
Ciudad de México, noviembre de 2023