Por: Mónica Teresa Müller
«Amurallar el propio sentimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior». – Frida Khalo.
El hombre miró la esquina. El cuerpo le pesaba como si fuera una bolsa con las angustias del mundo. Trató de sentir la frescura otoñal de un ramo de crisantemos que divagaran bajo el sol; intentó jugar con el viento que se atrevía a rozar y deslizarse por los pliegues de la piel, pero no pudo.
Poco a poco, enderezó sus miembros mientras la calle rezongaba dolorida. Tenía sabor a nada en la boca, sabor a amarguras cuando decaía en la lucha para ser lo que quería. Respiró profundo con la intención de ahogarse con su propio aliento, ese que declinaba al andar la vida.
Las luces de Buenos Aires y las quejas de los adoquines abandonados al infortunio, eran parte de su familia. Los pesos diarios rescatados como trueque del placer, gestaban una mueca de asco cuando los contaba sobre la mesa en el cuarto del hotelucho o en el hueco transitado junto a un cajero automático.
Muchas noches saboreaba los restos de tinto de alguna botella olvidada en el contenedor de la avenida. Y así, con aliento prestado, iba en busca de besos sofocantes, que alivianaran la miseria del amor. Entonces buscaba obnubilado respuestas que optaban por la mudez ante la duda.
Mirando desde las terrazas del barrio, se lo podía ver como ofrecía a escondidas su cuerpo de mujer. Vivía en el andamio de la existencia entre el sonoro vaivén de risas olvidadas. Permanecía cautivo en el columpio que lo abandonaba sin siquiera permitirle decidir sobre su vida. Así, su mirada se opacaba y se distorsionaban las líneas de un futuro incierto, que lo manejaba al antojo de otros pensamientos.
¡Cuántas cosas perdidas en la calle! Se sentía pequeño cuando se miraba al espejo con la ilusión de verse transformado. Lloraba por no ser reconocido y cargar como un paria su osamenta. No le alcanzaba, ni el cuero, para afrontar su vida. A veces se sentía desesperado, a veces no sentía nada y deseaba que el mundo se le viniera encima. La figura de mujer le sonreía tras el hombro cuando se miraba en el reflejo de las vidrieras. Tan difícil resultaba que la aceptaran, si él era el dueño de su vida. Qué cansancio agotador, qué impotencia no poder ser patrón de uno mismo.
De pronto, como si la magia de la verdad asistiera a socorrerlo, el hombre tembló y la mujer que en su interior vivía enrejada, asió los barrotes y con un grito destructor de la incomprensión que le permitió liberarse, pudo traspasar la muralla y ser lo que deseaba.
El aire rió y la calle empedrada, aquella que rezongaba dolorida, pareció brillar en el festejo de sentir las caricias de los tacones del que quiso ser mujer y lo fue.