Por: Mónica Teresa Müller

Buenos Aires es una ciudad en la que, todos los días, las historias surgen sin que se busquen; aparecen quizá, a un llamado silencioso de curiosidad o bien para que nos hagamos carne de ellas, así podremos acompañar desde el anonimato a sus actores y que la soledad no los devore.

Carozo subió al colectivo y saludó al chofer con un: ”Hola, jefe, que el día sea luminoso” y dejó frente al conductor un envoltorio con chocolate. La mano alzada a modo de saludo del jefe, fue un permiso sin palabras.

“Señores pasajeros, que tengan un excelente día. Les voy a hacer entrega de dos paquetes de chocolates rellenos con dulce de leche. Un regalo a quinientos pesos y si llevan cinco, nada más que mil pesitos”.

Pasó por todos los asientos dejando la oferta. Al llegar a la mitad del micro, reconoció a un conocido y se saludaron con un choque de puños.

No se sentía bien. Le dolía el cuerpo y se multiplicaba en su brazo el peso de la caja en la que exponía los productos, pero estaba convencido que debía superar ese y los otros días que le modificarían la vida, disfrutar las verdaderas cosas que le había otorgado como premio.

Cuando vendió todos los productos, se sentó de costado en un asiento en la misma línea que la del conocido. “Che, viejito, nos dieron fuerte en el partido de ayer ¿no?”, comentó Carozo “Sí. Pero no te creas que se la van a llevar de arriba en el que viene”, le contestó. Las opiniones y nombres de jugadores entre los que no faltaron, como ejemplos, jugadas de Maradona, Messi o Tévez, continuó por varios minutos. El fervor de ambos por el fútbol era visible.

–Veo los partidos después porque trabajo todos los días y un montón de horas.- Aclaró Carozo.- Te cuento amigo, ayer cuando lo estaba por ver, mi pibe me pidió el celular para hacer los deberes.
–¿No ves el partido por tele? Los pasan de nuevo- Aclaró el amigo.
— No tengo tele. Se rompió y tampoco tengo plata para arreglarla.

El hombre no le pudo contestar. Giró la cabeza hacia la ventanilla y enmudeció por unos instantes. Aunque el aire acondicionado del colectivo estaba fuerte, sintió que un fuego le traspasaba el cuerpo. Sabía de Carozo como vecino trabajador e incansable. De su vida como vendedor ambulante, que salía a ganar el peso diario aunque la lluvia inundara el barrio. Respiró profundo y fingió arreglarse los anteojos.

–¡Qué macana, amigo!
–Cosas que pasan, vecino. Encima, ayer volví a casa tarde. Estaba feliz porque había vendido un montón y me iba a alcanzar por lo menos para darle algo al técnico de la tele. Y, de boludo, en vez de ir por el camino de siempre, tomé por el del costado de la vía. Lloviznaba y como ya sabés, las calles del barrio son todas de tierra, pero me pareció que esas tenían arboles que me iban a proteger del agua y agarré por ahí. Cuando me di cuenta que había cuatro guachos que venían de frente, fue tarde. Me pusieron un cuchillo en la garganta y me dieron con un caño, me robaron hasta la tarjeta sube del colectivo, documento y toda la guita. Mirá los moretones en los brazos, así por todo el cuerpo.
–¿Por qué no te quedaste en tu casa?
— Amigo, no puedo, trabajo para el morfi de todos los días. Aunque use velas, las tengo que comprar. En la próxima parada me bajo, amigo. Nos vemos.
Cuando Carozo bajó, el vecino se quitó los anteojos y secó con un puño el agua que intentaba correr por entre las arrugas de sus mejillas.

Quiero creer que los personajes nos buscan para contar sus historias en vivo y directo, que nos hagamos carne de ellas y las compartamos, para que el mundo se entere que en Buenos Aires, muchos son los que luchan por vivir con el sudor de su frente, un día más.