Por Griselda Lira “La Tirana”
Nací en Ciudad Obregón, Sonora; al estado de Tlaxcala solo me unen las raíces de mi abuelo, pero por azares del destino o de su venia, fui a parar al pueblo de Nanacamilpa, en aquel lugar conocí a una mujer llamada Concepción López, a la que después de tres años la hice mi mujer. Ella era callada, muy sencilla y tímida, su cabellera larga como la del appaloosa que dejé en la casa de mis padres, la distinguía de las otras mujeres del pueblo.
Después de cinco años de trabajo en el rancho de mi suegro, nos mudamos al pueblo de
Emiliano Zapata porque a mí se me metió la idea en la cabeza de que la prosperidad estaba
en la industria automotriz del estado de Hidalgo, Años después, me di cuenta de que la
ganancia era la demagogia y entonces abusé de mi estatura y de mi parecido con los gringos para apropiarme de unos terrenos de cultivo y de una hacienda magueyera.
En un principio no entendía el sistema de las ciudades y de los pueblos del centro de México, pero poco a poco me fui adaptando a las apariencias, a los diminutivos como muestra de sensiblería y al desprecio por los que tienen rasgos indígenas, aunque ahora que estoy viejo, ya los ponen de bandera para las campañas políticas progresistas, no obstante, el racismo es evidente porque a los güeros, hasta en el ambiente del pulque, los hacen ganar premios y no se quede ese mérito ancestral entre los prietos.
En el norte nos hablamos recio, directo y a la cara, eso es normal; pero Conchita, para no
quedar mal con las amigas de la iglesia, me acostumbró a bajar mis bríos norteños y hablar con mansedumbre.
Una tarde durante una tormenta de granizo, a mi mujer se le vino un parto prematuro y tanto mi hijo como ella fallecieron de inmediato. Anduve desconsolado mucho tiempo y sin ganas de vivir; de la noche a la mañana, hice dos maletas y me regresé a Sonora por tiempo indefinido, dejé todo sin importarme aquel patrimonio que construimos con tanto esfuerzo.
En el viaje hubo una trifulca en la central de autobuses de Guadalajara y a mí, que siempre me encuentro en el lugar no apropiado pero correcto, me agarraron en bola con todos los que estaban involucrados en ese pleito dentro del autobús. Traté de defenderme, pero me pusieron las esposas y me soltaron cinco macanazos para que me doblegara.
Ya en los separos del ministerio público comencé a pensar que así doblegaba a los bueyes
para ponerles el arado; mi recuerdo fue interrumpido por las carcajadas de dos varones
alcoholizados que se burlaban de mis pies, se hablaban en secreto y después, me miraban
como a un gigante. Tal anécdota me recordó al momento en el que dos campesinos de
Nanacamilpa se burlaron de mi acento norteño y me llamaron, el dólar falso.
Los ignoré y mientras esperaba a que el oficial regresará, me recosté sobre la banca fría. No pasaron ni dos horas cuando un guardia me gritó,
– Tú pinche gringo lárgate de aquí, estos prietos se quedan 24 horas porque están muy
briagos.
Sonora ya no era la misma, más bien el que había cambiado su actitud hacia la vida era yo.
Así que vendí la casa que me heredó mi padre y me regresé a Emiliano Zapata, Hidalgo.
No toleré el espacio a donde viví con Conchita y entonces me decidí a vender también esa
casa, para ello acudí al registro público de la propiedad y ver la situación de los predios.
Simulando el acento americano y con la caballerosidad que aprendí de mi difunta esposa,
inventé un teatro, dije que era un empresario que quería abrir un negocio y necesitaba ver un lugar. De tal tamaño fue mi suerte que al buscar el nombre de mi mujer, justo abajo se
encontraba la Hacienda de San Juan, una propiedad sin dueño y sin registro sino una marca de identificación borrosa.
Esa era la hacienda que al fondo tenía cientos de magueyes sin raspar. Me apropié de ella con todo el dolo, y la propiedad se convirtió para el pueblo en la hacienda del gringo. Comencé a raspar magueyes y a hacer un pulque al estilo Nanacamilpa, pero nunca mencioné que la receta era de mi suegro.
Poco a poco, con la ayuda de un campesino al que mi abuelo estimaba como a un hijo,
reconstruimos ese espacio y comencé a llevar pulque hacia diferentes restaurantes de gran
turismo y a donde solo dejan entrar gente relacionada con la política; por mi parte, yo seguía con mi teatro de ser gringo, hasta que un día me topé con uno de los hidalguenses que había conocido en la cárcel de Guadalajara, para mi sorpresa, era el hijo del presidente municipal de un pueblo cercano a Tizayuca. Me gritó desde lejos,
– ¡Qué pasó pinche gringo!, ¿ya tienes mañas de acá de este lado o me quieres dar
pulque con el dedo solo porque eres güerito y grandote?
No contesté nada, pero desde ese momento tuve que acatar sus reglas para no perder la
hacienda y ser evidenciado como mexicano.