Por: Alejandro Ordóñez
A Julio Manuel de Caso González,
in memoriam.
Ocurrió hace nueve años, empezaba junio cuando terminó abruptamente la vida de un querido amigo a quien escribí esta carta que ahora comparto con ustedes.
Querido Julio Manuel: ¿Cómo empezar estas líneas que jamás habría querido escribir? Cómo decir que me sorprendió la inesperada noticia de tu muerte, como tal vez te habrá sorprendido a ti la crudeza de la vida, porque muy duro habrá sido tu final… La noticia llegó por el periódico, luego lo comentaron los medios en tono y forma tan poco comedidos que, por supuesto, no merecías tú un hombre discreto y probo.
Nos conocimos cuando dejábamos de ser niños, fue en una tardeada en el salón de fiestas de la Unidad Habitacional Santa Fe, que no era la de los ricos como ahora, en aquel entonces era el Santa Fe de los jodidos, como jodidos estábamos nosotros. Todavía quedaban en el ambiente el recuerdo y algunos aromas de aquellos viejos tiraderos de basura y de sus minas de arena. Yo fui ahí por casualidad, habrá sido fiesta de un amigo de otro amigo de algún desconocido. Tú vivías en la Unidad, nos caímos bien, era de noche cuando nos despedimos y te empeñaste en llevarnos hasta el coche que manejaba el más viejo de mis cuates, que habrá andado por sus dieciséis años y ni a licencia de manejo llegaba. Insististe y te lo agradecimos porque el barrio guardaba resabios de lo que fue y abundaban las piqueras, pulquerías, teporochos y algunos indigentes que se cruzaron en nuestro camino de regreso.
Años más tarde nos encontramos en la licenciatura. Nos caímos bien y no fue sino tiempo después, cuando te di aventón a tu casa, que recordamos a esos adolescentes que se conocieron en una tardeada… Qué chiquito era el mundo por aquél entonces. Cuántos sufrimientos por aquello de la partida doble y por el cargo y el abono (Luca Pacioli dixit). Desde entonces eras medio grillo, te empeñabas siempre en ser jefe de grupo… y lo lograbas. Tenías la capacidad para no involucrarte en las reyertas internas y aunque no fuiste aceptado por las Tres Conchitas, tampoco te mezclaste con los Conejos Malos.
Cómo olvidarte, Julio, si fuiste amigo entrañable, si en el torneo de fútbol que organizó la generación de contadores públicos, cuando punteábamos el campeonato; tú, el mejor defensa central, metiste un autogol que terminó con nuestras aspiraciones. Y eso que era yo el portero estrella de la liga y cobré merecida fama por atajar los tiros penales. Todavía recuerdo tu cara de pena cuando viste que me habías quitado el balón, de las manos, para meter un golazo de antología en nuestra propia meta. Y tú, como buen político que ya eras, me preguntaste: ¿verdad que de todas maneras el balón iba para adentro? Pero yo, que desde entonces pintaba para ojete, como dicen de mí mis malquerientes, te desmentí con un rotundo ¡No! Cosas de la vida mi Julio.
Cómo resignarme a tu prematura partida si llegó el tiempo de la docencia, cuando compartimos aulas y generaciones de alumnos, tú en auditoría; yo en finanzas y estados financieros. Ascendiste a director de la escuela y pediste que volviera a dar clases, ya entonces como abogado. Siempre gentil y atento me tratabas como si fuera yo la mera verdad, el maestro estrella del plantel y delante de tirios y troyanos así lo expresabas. Te volviste priísta, mi hermano (ni modo) y cómo insistías para que fuera contigo a las juntas del Partido, pero como para entonces yo ya era más que ojete me reía y te decía no puedo, soy pescado. Un día, exasperado, preguntaste qué significaba esa tontería. Es que así les dicen a los miembros del Partido Comunista Mexicano (por aquél entonces proscrito): Pe Ces; por eso soy pescado.
Luego fuiste alfil de Mora Aguilar y anduviste por cuántos Ministerios. El contralor de hierro, te decían, porque eras incorruptible, como lo fuiste hasta tu muerte. Pero como yo pintaba para doctorarme como ojete, me reía y cada que nos veíamos te preguntaba ¿cómo está el come fierros?, porque dicen por ahí, mi Julio, que usted masca clavos y mete al tambo a los voraces. Te reías. Carajo, qué tiempos aquellos. Se espantaban los corruptos con sólo oír tu nombre.
Todavía me tenías reservada una sorpresa que no pudimos comentar: un día tuve a la vista el diploma que te acreditaba como masón en grado treinta y tres por la Gran Logia del Valle de México, pa la madre mi hermano, mi hermano en la masonería, qué calladito te lo tenías. Y yo que no pasé del grado de aprendiz y para sorpresa y vergüenza del “venerable” del taller Abraham Lincoln, expresé mi rechazo a ser considerado postulante para ascender a “compañero”. Me hubiera gustado comentarlo, describirte las caras de júbilo de los hermanos cuando, no es que me hubieran corrido, sólo me animaron con su trato gentil y amable, a que me fuera mucho a la chingada…
Me duele mucho tu partida querido amigo y me pregunto si en verdad fuiste tú quien decidió libremente mandar todo al carajo, porque también eso se vale, por qué no. Y es que vistas cómo están las cosas en el país, uno se pregunta si no pisaste un callo, si no de pronto tu honradez y tu limpieza te convirtieron en un peligro para alguien, en especial porque esta tragedia ocurrió en vísperas de las elecciones, en horas de la madrugada, en tu oficina y las autoridades emitieron un rápido fallo. Lo único que tengo claro es que si alguien trató de sembrar una sombra de duda sobre ti, falló porque tu trayectoria profesional, personal y ética te colocan por encima de cualquier sospecha, incluyendo la estúpida intromisión en tu esfera privada a la que nadie tenía derecho.
No sé si nos volvamos a ver; dicen los intelectuales, los pretenciosos, los que en su pequeñez se atreven a negar la existencia de Dios -como un guijarro negaría la existencia del Monte Everest-, que de eso ni madres, pues no hay más nada pasando la frontera. Yo no sé, y cada día sé menos de religión, pero si así fuera me dará gusto volverte a abrazar. Tal vez seas líder en el paraíso y me des a escoger horarios y materias; se me ocurre que tal vez me invites a las juntas del PRD, ahora tu partido, aunque como siempre he sido ojete quizás me ría y te diga que dejé de ser pescado y ahora voto por Morena.
El espacio se acaba y la vida se extingue como el cabo de una vela, sólo me queda mandar, así sea a través de esta columna, mi abrazo solidario a tu gentil esposa y a tu hijos; decirles, si es que sirve de algún consuelo, que somos muchos los que te vamos a extrañar y a echarte de menos, querido Julio Manuel, mi amigo, condiscípulo, colega, compañero maestro, jefe director, camarada, coequipero, hermano masón, te llevaré siempre como una parte importante de lo que fue mi vida, te llevaré siempre unido al recuerdo de otros amigos y seres queridos que se me han adelantado; te recordaré siempre con el cariño y el afecto que nos tuvimos aunque últimamente nos viéramos poco. Hasta entonces mi Julio, hasta nunca, hasta siempre…