Mi abuela materna, María Domínguez, únicamente festejaba dos acontecimientos de su vida con mole y arroz rojo. Ese era el menú con el que recibía a la parentela que acudía a su casa el Día de las Madres y en la conmemoración de su santo, 15 de agosto.
Llegábamos a su reino guiados por el olor del mole mezclado con el jugo que desprendía el hervor de los guajolotes o pollos que criaba en el traspatio de la casa señalada con el número 1 de la calle Luna, en San Pablo, Milpa Alta, y a los que sacrificaba ella misma en un santiamén.
Viajábamos en camiones y camiones hasta llegar a la comilona para la que no había invitación previa, sólo el llamado de la costumbre de ir a ver a la abuela en esas fechas. Era tan orgullosa que nunca pidió a ninguno de sus seis hijos y tres hijas que fueran a saludarla porque creía, porque pensaba, porque suponía que estaban inmersos en el esfuerzo de sacar adelante sus vidas y las de sus propias familias y ella, como siempre, no quería dar molestias.
Por esa razón preparaba las comidas, para ver si tenía la suerte de ver llegar a Valentín, Miguel, Guillermo, Jesús, Alfonso y Rosario, así como a Flora, Petra y Leonor, quienes a veces aparecían y a veces no, unos tristes y otras contentas, unas solas y otras con las criaturas.
Con sencillez nos recibía, saludaba y ofrecía el esperado platillo de su menú tradicional para luego ir a guardar en su ropero los presentes: cortes de tela para que se mandara a hacer vestidos con la costurera del pueblo, cajas de galletas, dinero, un rebozo de bolita o un suéter de color oscuro. Daba las gracias y regresaba a atendernos.
Mi abuela fue una mujer de trabajo, de pocas pero precisas palabras, de carácter indomable, de fuerza como de dos caballos y un pollito, de tenacidad y cariño que daba sólo con su presencia y los obsequios que algunas veces llevaba a su nietos siempre a la medida de su tamaño o de sus deseos, como los pequeños zapatos que regaló a una niña pequeña y que cuando estaban tan usados fueron a dar a la basura y ella los sacó del cesto para volver a calzarlos y jugar con los sustitutos como si fueran muñecos.
Mariquita, como le decían sus vecinas y conocidos, tuvo el acierto de tener una hija, Flora, que, a su vez, formó su familia guiada por la astucia e intuición de su madre y con su esfuerzo y sabiduría se constituyó en el pilar de su núcleo y sin quererlo ni pensarlo cuando partió para siempre dejó un hueco tan grande que a seis años de su partida todavía duele y cuesta trabajo pensar que ya no está.
Rosío y la otra Flora, sus hijas mayores siguieron su ejemplo y camino y como ella dejaron un vacío en quienes crecieron junto a ellas y por ellas, es decir, a quienes dieron vida.
Ahora las recordábamos y tímidamente me atrevo a evocarlas en este escrito que no tiene otro propósito más que dar las gracias a las madres por todo y, por tanto, por siempre y para siempre.
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