Griselda Lira “La Tirana”
Detengo el auto para solicitar ayuda a una mujer. Ante mí se extiende sobre Cerro Verde un manto de neblina, lo acompaña un velo de luz que acaricia a los magueyes con ternura; las púas no son dolor, son el instinto de defensa ante la amenaza de un depredador nocturno, tampoco son el sol que las desnuda poco a poco, pero es un obsesivo amante de fatalidades escondidas en hoteles de paso.
La mujer comprendió mi sed, me invitó a pasar y acercó a mis manos un vaso con pulque; sin juzgar mi vestimenta o el auto que me conducía hacía el rancho de la tía Lourdes, vio mis ojos fijamente y llamó a José, el tlachiquero. Al entrar en el tinacal, el hombre desvistió mi conducta citadina sin decir palabra, exploró mis piernas y caderas con sus ojos llenos de misterios, al tiempo que su pupila negra hacía un eclipse con su iris color miel. Sentí un vacío en el estómago y enrojecí subyugada al placer ocasionado por su mirada, no por la hipócrita vergüenza de los prejuicios construidos en una cultura de apariencias.
Sus ojos fueron un pincel y yo, el lienzo a donde dejó estampada aquella escena.
Me condujo a carear los magueyales por el Sanjuríl en un silencio sepulcral, nos fuimos introduciendo cada vez más en la tierra agreste hasta que la casa se veía a lo lejos.
– ¡Aquí está, al hilo para ti mamacita! Este es el maguey que necesitas castrar, tiene yolotli, su aguamiel es tan dulce que te aliviará las penas porque traes muchas y ya la muerte se te ve en los ojos, tu piel tiene olor a cempazuchil, mujer. Observa cómo se trata a esta planta, jamás la lastimo como esos despiadados mixioteros que cortan sus pencas, las desgarran con violencia y sobajadas, las dejan tiradas en el camino como basura. Comentó con impotencia perdiendo la mirada hacia el monte.
Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero contuve el lamento y los dolorosos recuerdos en mi mente, cuando en los Llanos de Apan Gilberto Durán me había quebrado el alma violentamente en la Ex Hacienda de Espejel. Juré jamás volver a amar a un hombre con ese exceso.
De su morral sacó el tlachique, dominante y seguro se acercó a mí, con un susurro tierno me incitó a raspar el interior del maguey para que soltara el jugo hacia el cajete.
– ¡Succiona y bébetela ya! No pienses más en el pasado, barre tus tinas de ese pulque apestoso; esta agüita te curará si dejas que te penetre el alma. Siente como el líquido sana tus heridas, deja que recorra tu cuerpo, vívelo y así florecerá tu tierra reseca. Me tomó de los hombros exigiendo obediencia.
Cerrando los ojos y saboreando el aguamiel, aclaré mi mente y apareció Mayáhuel con su vestido de diosa, sus pies descalzos, su sonrisa blanca que contrastaba con la piel morena; recordándome el mito del néctar sagrado, me dio una salutación maternal a su morada.