Por: Griselda Lira “La Tirana”
…apúntenme al corazón no me demuestren tristeza
que, a los hombres como yo, no se les da en la cabeza.
Corrido del Gral. Felipe Ángeles
In memoriam Javier Gómez Marín,
Andrés Sánchez Gerardo y Luis Alonso Salcido Gòmez
A rastras llegué a la casa de mi abuela Brígida, toqué el zaguán de madera, asistida por una piedra que encontré en el camino, y con las pocas fuerzas que me quedaban, no desistí hasta que alguien me abriera, todo me daba vueltas y las lágrimas se me salían solas, mi cuerpo era como una granada roja abierta por el cuchillo de un cocinero; Nicolás quitó la tranca, lleno de miedo y sin saber qué hacer, comenzó a gritar al verme ensangrentada, “¡Ave María Purísima, Ave María Purísima, la niña, la niña!”
Nicolás era un pobre mozo escuálido de origen indígena que no sabía hacer otra cosa sino mandados, limpiar la casa y cuidar a mi abuela, eso creía yo porque dejé de verlo muchos años tras irme a vivir a Italia con mi padre siendo una niña y así olvidar juntos a México, su cultura y su magia surrealista. La herida más profunda fue en la pierna derecha y la otra en el hombro izquierdo producto de la clavícula rota, me caí mientras restauraba una pintura muy antigua del Sagrado Corazón de Jesús ubicada en el techo de la iglesia.
Pasó una semana, el médico me obligó a reposar, no supe si eran las drogas que me dio para calmar el dolor o si era un conjunto de todo; mi soledad, la muerte de mi padre porque a mi madre nunca la conocí, el divorcio con Massimo o mi cansancio por la vida. Nicolás iba y venía misterioso sin que mi abuela se diera cuenta, la gente lo tomaba de loco porque siempre hablaba solo y eso le permitía libertad de movimiento; decía que los muertos lo perseguían, así que siempre llevaba con él, rosarios o imágenes de santos.
Tres veces al día entraba a mi cuarto con un contenedor lleno de líquido blanco y me obligaba a tomar cinco jarros bien llenos de ese néctar, era un líquido viscoso con olor a agave; antes de salir, robaba mis medicamentos, a tal punto que mi abuela pensaba que yo me estaba tomando más de lo indicado para drogarme y perder la realidad por tantas batallas emocionales en mi vida o porque nunca le gustó mi vida bohemia de artista.
Así fue, pero mis alucinaciones eran con la bebida que me daba Nicolás, me gustaba porque me ayudaba a olvidar el irracional amor que sentía por Alberto, ese hombre raro, primo del párroco que me contrató para hacer el trabajo de restauración. La medicina blanca como la nombré calmaba el dolor de mi cuerpo y mi condición vulnerable se tornaba en risas, en canto o en creatividad.
Poco a poco fui recobrando las fuerzas y Nicolás dejó de traer sus menjurjes, comencé a dar pequeños pasos sola de mi cuarto al jardín. Un día conseguí acercarme a la mecedora de mi abuela, ahí me quedé por largo rato contemplando sus plantas hasta que Nicolás se acercó y me despertó de mi letargo hablando más fuerte que de costumbre.
– Mire niña don Alberto le dejó estas granadas, dice que se las coma que son buenas para el corazón porque cada grano son un mensaje de amor de sus muertos.